las claves léxicas
 

LA SALUD Y EL SALUDO
 

Dime cómo saludas, y te diré qué tal andas de salud. Cuando se encuentran dos perros, lo primero que hacen es olerse. Con ese primer acercamiento, que se corresponde con nuestro saludo, se interesan sin duda cada uno por la salud física y anímica del otro. Y mira por dónde, la fuente básica de información es claramente genital, porque en esa zona se cuecen los humores que más influyen en la relación de unos con otros. El lenguaje vulgar lo ha reflejado en una expresión de mal gusto, pero certera: al final lo que interesa es saber percibir el estado hormonal del otro, saber si está de buena o de mala leche, entendiendo éste como el principal de los humores determinantes de nuestro humor.
 

Los seres humanos tenemos respecto a los demás animales la desventaja de que no nos olemos, y así nuestra información sobre la salud del otro es sólo de palabra. Los romanos de una forma, y los griegos de otra, son los autores del saludo en nuestra cultura. Los primeros, interesándonos por la salud física; los segundos, por la anímica. Es que las condiciones de vida de unos y otros eran muy distintas. En esencia, los romanos eran hombres de pantano, de río muerto, como los mesopotamios y los egipcios; los griegos en cambio eran hombres de mar y en cualquier caso, de río vivo. Los primeros saludaban invocando la salud; los segundos clamaban por la alegría. Por supuesto que nos hemos quedado con el saludo latino: "¿Qué tal?, ¿Quo modo vales? Y se espera que la respuesta sea una referencia, ni que sea breve y de fórmula, a la propia salud; para pasar a continuación a devolver la pregunta: "¿Y tú qué tal?"

Es que encontrarse con alguien y no tener tema de comunicación, es de lo más incómodo. Necesitamos un mínimo repertorio de conversaciones de ascensor para no mantener en los encuentros breves un silencio irrespirable que acaba rezumando inamistad manifiesta, a un paso de la enemistad. Y los romanos inventaron este gran tema de conversación, aperitivo de cualquier otro, o principio y fin de la incomunicación educada.
 

Pero si bien la forma de saludo externa y verbalizada nos ofrece una primera impresión del estado de salud de nuestro contertulio, por fortuna disponemos de un precioso caudal informativo más allá de la palabra. El rostro, la mirada y el gesto nos ofrecen ya una información que no nos dan las palabras. Pero aún hay más: por debajo de éstas circulan en la voz y en la respiración un gran número de modulaciones anímicas que por encima de su valor informativo, tienen la virtud de poner los espíritus en comunión. Las palabras sólo llegan ahí cuando alcanzan lo inefable.
 

Con el tono, el timbre, el volumen y todas las modulaciones del ánimo que viajan en la voz, intercambiamos mucha más información sobre nuestra salud física y anímica que con todo el chorro de palabras que empleemos para objetivar, o quizá para contradecir la impresión que nos dan la voz, el porte y la mirada. Esas impresiones, tan subjetivas, transmiten mucho mejor que las palabras nuestro estado físico y anímico, nuestra voluntad de acercamiento o de distanciamiento. El buen o el mal genio de cada uno puede viajar en palabras, en salutaciones y en improperios, claro que sí; pero no es por la palabra por donde mejor asoma.

Mariano Arnal

N Ó M I N A R E R U M

¡ G E N I A L !

“¿ Q u é  t a l ? “ “ ¡ G e n i a l ! “  L a  e d u c a c i ó n  n o s  i m p o n e  q u e  n o s i  n t e r e s e m o s  p o r  l a  salud d e  t o d o  a q u e l  c o n  q u i e n  n o s  e n c o n t r a m o s  c o n  u n “¿ Q u é  t a l ? “  o  a l g o similar , y   q u e  r e s p o n d a m o s  s i e m p r e  q u e  b i e n ;  porque ni él se interesa por nuestra salud, que eso es saludar, ni tenemos ningún interés en ponerle al corriente.
 

Por eso, cuando la respuesta al saludo es "¡Genial!", nos descoloca y nos despierta de la formalidad rutinaria. ¿Genial? Sí, sí, genial. Tanto como se nos ha inculcado la modestia, el no aparentar seguridad y fe en nosotros mismos, que uno proclame su estado de genialidad suena a grave transgresión de las normas de convivencia. ¡Menudo genio!, ¡menudo ingenio!
 

¿Pero qué decimos realmente cuando nombramos el genio, el ingenio y la genialidad? Todos ellos tienen su raíz al menos léxica en los genes. Por eso los romanos, que inventaron este grupo de palabras y le dieron un gran juego, entendieron el Genio como el principio engendrador, personificándolo en la divinidad engendradora de cuanto hay en la naturaleza. Eran dioses genitores y diosas genitrices.

En el plano estrictamente humano, cada familia tenía su Genio, que era el Lar, el dios de la familia al que estaba consagrado el hogar. Era en efecto el Genitor de la familia, el paterfamilias, la piedra angular de la patria potestas y de la que luego llamarían patria a secas: pura agregación de familias y gentes, formas más amplias del genus.
 

La genialidad se fraguó en latín como geniálitas. Nació humilde, pero gozosa: era en efecto el gozo, la alegría, el regocijo. Porque geniales eran los días festivos, los dioses protectores del placer (Baco y Ceres), los campos fértiles, los ganados fecundos, los pactos (jura) matrimoniales; geniales eran el lecho nupcial (lectus) y el botín (praeda) nupcial, formado por las jóvenes raptadas para el lecho de los raptores. Partiendo de que toda genialidad tiene su origen en los genes, los romanos llamaban genial a todo lo que se caracteriza por la fecundidad y la abundancia, y por extensión a todo lo alegre, gozoso, divertido, placentero. Es que para ellos la leticia, es decir la alegría, era la fecundidad y la abundancia de campos y rebaños; y la felicidad, el placer de amamantar. Nada tiene de extraño, por tanto, que un pueblo cuya filosofía vital gira en torno a la reproducción propia y de los medios de subsistencia, en origen agrícolas y ganaderos, entienda la genialidad como genética, es decir reproductora.
 

Por eso, ¡mira por dónde!, el adjetivo genital era totalmente afín de su primo genial. Genitalia foédera eran las alianzas matrimoniales (compárese con genialis lectus, el lecho matrimonial). Y parece que esa percepción de afinidad entre lo genital y lo genial, se ha perpetuado a lo largo de los siglos. Y así hoy cuando pretendemos ponderar la genialidad de alguien decimos que es "la leche" en clara alusión a la producción genital masculina. Y para referirnos al mal genio, vamos directos a la mala leche. ¡Genial y genital!