EL PECADO DE LA CARNE

A la hora de organizar una sociedad y determinar las costumbres sobre las que se asentará la convivencia, uno de los capítulos ineludibles en cualquier cultura es el de la ordenación de la conducta sexual. Y por supuesto se somete a la ley y a un ordenamiento riguroso todo aquello que si se dejase al arbitrio de los instintos o al resultado de la libre competencia de fuerzas, redundaría en daño para el conjunto de la sociedad. Tenemos como resultado que vivimos en un auténtico bosque de normas de conducta que constituyen nuestro hábitat moral del mismo modo que la vegetación, la fauna, el clima, la geografía, constituyen nuestro hábitat físico. Cada uno nace en un determinado hábitat moral, que se ha ido formando a lo largo de muchísimas generaciones, y en él los modos y las normas de conducta forman parte del aire que se respira. La antropología nos informa de que las culturas que han pasado por fases teocráticas, como es la nuestra (cosa que no es general, pero sí muy frecuente, empezando por el poder de los brujos), tienen una rigurosa ordenación de la conducta sexual, con lo que introducen en ella el concepto de pecado, lo mismo que ocurre respecto a la conducta alimentaria, que es otro de los aspectos de la vida sometido a severa regulación. Curiosamente el bosque de normas y preceptos alimentarios de carácter religioso, que alcanzaban su mayor grado de complejidad en los sacrificios, al pasar al orden civil se han convertido en un bosque espesísimo e intrincado de normativas; y los pecados que se pueden cometer (en el orden civil, faltas administrativas y delitos) son casi infinitos. En cambio, casi ha desaparecido la normativa civil respecto a la conducta sexual, que apenas está regulada más allá de lo que son las agresiones. Para la normalidad sexual no hay normas, con lo que el territorio de la anormalidad se expande sin fronteras. Todo lo que tenemos de normado en la alimentación, lo tenemos de anormado en el sexo. El resultado es que el campo libre para las anomalías y los delitos alimentarios, está rigurosamente limitado, lo que da lugar a que no sean más que anecdóticos los delitos alimentarios. En cambio, en el terreno del sexo, al ser tan reducido el territorio sometido a normas, el campo de la anomalía es extensísimo. Con la normativa siempre ocurre eso: te quita libertad y te da a cambio seguridad. Las sociedades que nos precedieron optaron por gozar de mayor seguridad en el tema sexual, cosa que era vital para ellos, pues de la moral sexual dependía, entre otras cosas, el nivel de población. Nosotros ya no dependemos del sexo para regular la población; pero han surgido nuevas dependencias cuyo costo social y humano es inmenso. Al servicio de aquellos objetivos se creó una conciencia entonces; pero la hemos desmantelado y nadie ha sentido la necesidad de crear una nueva conciencia respecto a la conducta sexual, tan moderna como se quiera, pero conciencia, para salvaguardar una serie de objetivos que actualmente tenemos totalmente al descubierto. Tenemos libertad sexual; es cierto, muchísima libertad, más que nunca. Pero no nos sale gratis, ni mucho menos. Algún día tendríamos que pararnos a hacer balance del precio a que nos sale (incluido el precio de la calidad humana de las relaciones sexuales). Hemos pasado de un extremo a otro. No todo el mundo tiene claro que hayamos ganado. ¿No existirá algún lugar intermedio?

EL ALMANAQUE se detiene hoy en pecado de la carne.

PECADO

Desde que las conductas que afectaban a la colectividad se resolvían a base de palo y tente tieso hasta ahora, ha llovido mucho. Toda la normativa sexual del Pentateuco está afianzada sobre una base solidísima: al que se desviaba de la norma, lo exterminaban sin más, así "se arrancaba de raíz la maldad del pueblo de Israel". Ya muy hacia acá, hace tan sólo 2.000 años, los fariseos le llevaron a Jesús una mujer sorprendida en adulterio (como solía suceder, al adúltero no lo pillaron) y querían que se pronunciase sobre la lapidación que mandaba la ley de Moisés, que por lo visto no era de aplicación automática. Se trataba de una pecadora, como María Magdalena. El sexo era ya entonces el pecado por excelencia. Como si no hubiese más mandamientos que el sexto.

Más que la palabra pecado o culpa, lo que lleva carga es el propio concepto, producto de la destilación de siglos y siglos de perfeccionamiento de los resortes de la conducta. El pecado tal como últimamente lo hemos conocido en la moral cristiana, es hijo de la conciencia y hermano de la culpa. Procede de la palabra latina peccatum, que entre los romanos no tenía nada que ver con el concepto cristiano de pecado. Peccatum era una falta, una acción culpable, un delito, un error. Generalmente se refería, igual que el griego
amartia (amartía) del que suele ser traducción, a la transgresión de las normas, sin que implicase necesariamente mala voluntad. Simplemente falta de acierto en la conducta, de la que había que rendir cuentas y pagar la culpa. El correspondiente verbo pecco, peccare, peccavi, peccatum, significa cometer una falta, obrar mal, faltar al deber o a la ley, delinquir. Multa peccantur = se cometen muchos errores, muchas cosas se yerran; si quid in te peccavi... = si he cometido alguna falta contra ti... Es decir que el pecado suele ser más bien de descuido, de omisión, que de acción.

Es significativo que en cuanto a los llamados pecados de la carne, el pecado típico del hombre (no exclusivo) era el de acción; mientras que el típico de la mujer era de omisión. Y claro, el diseño entre uno y otro es el propio de vasos comunicantes, de manera que los pecados de omisión tienen la propiedad de ser per se generadores de pecados de comisión. Por más que quisiéramos negar toda relación entre los pecados de omisión y los de acción, no tendría sentido. Los pecados de omisión no serán los causantes directos de los de acción, si no queremos verlos así; pero al menos habrá que admitir que dan mayor ocasión para ellos.

Si revisamos los principios sobre los que se basó la moral sexual de la pareja constituida (el matrimonio), y miramos de ahí hacia atrás, vemos claramente que la solución adoptada (la del débito mutuo; un eufemismo, si se quiere) es un enorme avance respecto a la situación anterior, de esclavitud primero y de servidumbre sexual de la mujer, después. Pero si echamos el vistazo hacia delante, en que ya no hay deuda que valga, no hay pecado ni hay culpa, no está nada claro que hayamos avanzado: hemos ganado libertad sexual, claro que sí, pero no nos ha salido gratis ni a los hombres ni a las mujeres.

CUÑAS PARA EL DEBATE

1. Será una antigualla, pero ganaríamos bastante extrayendo las enseñanzas de los antiguos códigos morales y en vez de desvincular de la conciencia las conductas sexuales, restaurar el concepto de pecado, tan laico como se quiera, pero pecado al cabo respecto a determinados actos. Se trataría de cultivar la mala conciencia respecto a conductas que uno practica lesivas para los demás; y de reprobar esas mismas conductas cuando las practican los demás.    
 

 2. Ni siquiera merece ser discutido que quien mantiene relaciones sexuales sin la debida protección con una persona distinta de su pareja habitual, comete una infidelidad que va mucho más allá del concepto estrictamente sexual en vigor. Es infinitamente más grave el descaro con que abusa de la confianza de su pareja, y el tremendo riesgo de infección a que la somete.    
 

 3. No basta que estas conductas estén tipificadas como delitos (cuando les pillan, claro, después de haber hecho el desastre). El hecho de que sean perseguidas por el código penal no sirve para disuadir (¿cómo piensa rehabilitar la cárcel a estos caraduras?). Sí que serviría, en cambio, el cultivo de una conciencia de horror ante esas conductas (sin esperar a tener que horrorizarse por los resultados). Y eso tendría que formar parte de una educación moral.    
 

 4. Es sólo un ejemplo. Es un grave problema para los padres de adolescentes de ambos sexos, ver cómo están lanzados a un mundo en el que existían el bien y el mal (no me refiero al sexo, sino a la relación personal de la pareja) y ahora ni les sirve la moral anticuada de sus padres, ni tienen un código de conducta que les sirva de referente común para saber por ejemplo que no hay nada más cruel que jugar con los sentimientos.