EL PRIMER VALOR HUMANO

Los antropólogos más audaces vienen diciendo hace ya muchos años que el primer hombre fue mujer. Y habría que completar para no dejar coja la historia, que el primer dios fue hombre; o si queremos hablar con más precisión, que el primer señor fue dios, o que el primer dios fue señor. Y puestos a especular, que el primer dios y señor del hombre, fue su pastor. Si vamos rebobinando el film en que todo esto está registrado, ese puede ser el argumento de la mayor parte del rollo. 
Es difícil de seguir: cuanto más atrás vamos, más borroso está todo. Como en las ecografías, no se nos da la imagen directa, sino que hemos de interpretar los ecos. Hemos de relacionar mitos, ritos, leyendas, y toda clase de vestigios para construir una historia coherente en la que todos los elementos encajen entre sí. 
Cuando hemos rebobinado la película hasta donde ésta ha resistido sin romperse, la primera imagen humana que distinguimos es la de una mujer con evidente aspecto de no ser dueña de sí misma, exhibiendo la plenitud de su valor: toda ella vientre, toda fertilidad, árbol de la vida repleto de frutos: alardea de gran mamífero; no se le aprecian manos ni pies; nunca sabremos si el defecto está en la película o en la realidad, pero durante mucho tiempo la llamaron ancilla: quizá porque era manca o acaso por vivir sujeta con fuertes vínculos. 

Es posible que estén mal interpretadas esas imágenes, pero tan borrosas, hasta divinidades les parecen a otros. En otra secuencia vemos templos en los que se practican extraños ritos: nunca faltan niños en el altar de Moloc. Muchas madres entregan sus hijos recién nacidos al templo, para saciar la voracidad del dios, y sus hijas ya crecidas para la prostitución sagrada. Son con toda probabilidad las principales proveedoras para los sacrificios, rebaño sagrado, árbol de la vida que ofrece sus frutos a los Eloím, los Señores, los Baales, los dueños del rebaño. Es que son dioses pastores; destinan los machos al consumo y reservan las hembras para la reproducción. Con el correr del tiempo los dioses deciden renunciar a la carne humana. O acaso se niegan las madres a sacrificar a sus hijos. Isaac e Ifigenia son las primeras víctimas que se salvan. Estamos en el momento de la gran revolución alimentaria. 

Han aparecido fuentes alternativas de alimentación. Al hombre le estará totalmente prohibido alimentarse del árbol de la vida; y los dioses mantendrán su derecho a alimentarse del hombre, y exigirán que se le entregue en el templo, con la única diferencia de que se le deberá rescatar mediante otra víctima que será sacrificada en su lugar. Esta parte de la película nos empeñamos en verla borrosa, no porque lo esté, sino porque se nos emborrona la vista; al igual que nos empeñamos en ver borrosos y en valorar como excepcionales todos los episodios de canibalismo con que nos tropezamos, que van siendo cada vez más una constante de nuestro remoto pasado. Ahí está el macho todopoderoso apacentando un rebaño de hembras propias y alimentándose de sus crías. No en la historia, pero sí en los mitos y en los ritos. Ahí tenemos el primer y más alto valor humano y su explotación: es la forma más primitiva, la más fácil, la que provee la propia naturaleza. No requiere tecnología de ningún tipo, sino tan sólo fiereza e inmisericordia. Todas las especies caen alguna vez en crisis de este género; pero el hombre es la única especie que se ha instalado en ella.

EL ALMANAQUE reflexiona hoy sobre la palabra cohabitación. Algo que hasta en la esclavitud se consideró un derecho.

COHABITACIÓN

Es una de las formas discretas para denominar la relación sexual. Es sinónimo por tanto de ayuntamiento (término que estuvo en plena vigencia en los inicios de nuestra lengua, pero luego cayó en desuso), copulación, acto o comercio carnal (es todo un síntoma que uno de los nombres "honestos" de la relación sexual sea precisamente "comercio carnal"). El interés de esta palabra no es tanto léxico como jurídico. Formada a partir de los conceptos de habitar y habitación, el prefijo co- le añade el elemento de compañía, de unión; en rigor significa compartir la vivienda con otro, y éste es el sentido en que mayormente se usa en la actualidad, aunque suele evitarse porque fue y sigue siendo un término bajo el que se articulan los derechos, los deberes y los límites de la relación sexual. El diccionario de R.J. Domínguez (18ª edición, Madrid 1895) define así cohabitar: hacer vida maridable los casados. || Vivir maridablemente los amancebados. || por est. Partir mesa, techo y cama las personas amigas. La Espasa (1912) dice de cohabitación que es el hecho de vivir juntas varias personas; pero que en una acepción más restringida, vulgar y general equivale a cópula carnal. Y más abajo señala que la cohabitación carnal lícita da lugar a la paternidad y filiación legítima; la ilícita, a la ilegítima.

Las leyes atienden especialmente a las limitaciones, cuya transgresión da lugar a pecados en el orden moral y delitos en el jurídico (amancebamiento, incesto, fornicación, violación, estupro, incesto, adulterio). Respecto a la cohabitación lícita, contemplan tan sólo este aspecto: la licitud, pero se abstienen de entrar en el terreno de las obligaciones, que dejan al ámbito moral. Los interesados se obligan moralmente (no jurídicamente) a atender sus respectivas necesidades y apetencias sexuales. Sin embargo retrocediendo algunos milenios, cuando la esclavitud era lo más natural del mundo, nos tropezamos con la antiquísima legislación hebrea que se cuida de regular el derecho de cohabitación de las esclavas nada menos que en el Éxodo (21, 1-11), uno de los libros en que se asientan los cimientos del pueblo de Israel. Hay que observar que una de las características que definen a Israel es su enorme consideración con el esclavo, con serias discriminaciones sin embargo respecto a la esclava. Dice así el texto: Cuando compres un esclavo hebreo, te servirá seis años, y el séptimo año podrá irse libre gratis... Si alguien vende a su hija como esclava, no quedará libre como los esclavos. Si deja de gustarle a su amo que la había destinado para sí mismo, la dejará libre, pero no podrá vendérsela a un pueblo extranjero, puesto que la ha despreciado. Si la casa con su hijo, deberá tratarla según el derecho de las hijas. Si toma una segunda mujer, no la privará de alimento, de vestido ni de cohabitación. Si no le procura estas tres cosas, tendrá que dejarla irse gratis, sin pagar nada. Es decir que incluso tratándose de una esclava, privarla de relaciones sexuales era tan grave como privarla de la comida o del vestido. Y esa crueldad en el trato producía por sí misma la pérdida del derecho de propiedad. Si no cumplía, se quedaba sin esclava. El hecho de que tuviera otra u otras no era motivo suficiente para tenerla en ayunas. Es que privar a una persona o privarse mutuamente dos personas de libertad sexual para luego negarle o negarse la cohabitación, es una crueldad.

LA FRASE

Nunca me enfado por lo que las señoras me piden,
sino por lo que me niegan

Antonio Cánovas del Castillo

Eso sigue siendo así: los caballeros siempre dispuestos a decir que sí, y las señoras mucho más inclinadas a decir que no.

EL REFRÁN

MUJER, NORIA Y MOLINO REQUIEREN USO CONTINUO

Es una forma poco respetuosa de asentar el principio de la cohabitación. Pero desde la otra perspectiva.

CUÑAS PARA EL DEBATE

1. El encanto de los textos antiguos es que nos muestran muy bien resueltos, sin disfrazarlos, problemas que nosotros no somos capaces no sólo de resolver, sino ni tan siquiera de plantear. Habiendo desaparecido todo pudor en lo que se refiere directamente al sexo, ha crecido sin embargo otro extraño pudor, totalmente mojigato y gazmoño, respecto a los derechos y deberes de la cohabitación.    
 

 2. Moisés, en la única situación que ofrecía dudas, dejó escrita la solución: si por comprarte una segunda esclava le niegas a la primera la cohabitación, ésta se podrá ir libremente sin tener que pagarte rescate. Porque ni siquiera a una esclava le puedes negar este derecho, del mismo modo que tampoco le puedes negar la comida ni el vestido.    
 

 3. Y resulta que nosotros no sabemos resolver el caso en que una pareja hayan hecho un pacto de cohabitación. La mayoría de estos pactos (más de la mitad) acaban en disolución por incumplimiento de una de las partes. Nunca se oyó que alcanzasen tan gran proporción en el pueblo judío las manumisiones o los libelos de repudio por causa de la cohabitación.    
 

 4. Acaban mal entre nosotros los pactos de cohabitación porque son de una gran elasticidad: lo que mucho se estira en unas ocasiones, mucho se encoje en otras, de manera que nunca se sabe dónde están los límites de los derechos y deberes. ¿Tan difícil sería establecer un marco general en el que cada pareja definiese dentro de unos máximos y unos mínimos sus derechos y obligaciones de cohabitación? ¡Imposible! El pudor no lo permite, sobre todo a la hora de establecer los mínimos.