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NÓMINA RERUM por Mariano Arnal

PRESTIGIO 1 



Ésta es una palabra llena de veneno. Procedente del latín, ha corrido una larga aventura que la hizo embarrancar en la playa de la prestidigitación, de la que nació prácticamente. Los romanos inventaron el prestigio (praestígium) y las “prestigias” (praestígiae). Ni el singular neutro ni el plural femenino, ni ninguno de los seis restantes términos formados a partir del mismo lexema, tienen nada que ver con el prestigio. La palabra es esa, ciertamente, y de ahí la hemos sacado, pero cambiándole el significado. 

La forma praestigium, que se usó únicamente en el bajo latín, significó tan sólo charlatanismo e impostura. Nada más y nada menos. Eso era el praestigium para los romanos. Pero si vamos al término clásico praestígiae, femenino y plural, no sólo no se aparta de esa línea significativa, sino que profundiza y se recrea en ella. Tiene forma plural porque sólo alcanza su pleno sentido en la repetición y la continuidad. Lo usaron los autores clásicos con el valor de falacias, engaños, embustes, trapacerías, artificios, impostura. Praestigiae verborum eran los juegos de palabras; hacer una cosa per praestigias era hacerla mediante artificios. Entre los romanos prestigioso (praestigiosus) era el engañador, el embustero, el afectado, el que procuraba aparentar lo que no era; con intención de engañar, claro. El prestigiador (praestigiator) para Plauto era el charlatán, el impostor (un prototipo imprescindible en su comedia); para Séneca era el que hace juegos de manos, el prestidigitador. Plauto tenía también en su Drámatis personae a la femenina prestigiadora (praestigiatrix), cuyo papel era el de embustera y embaucadora. Y para cerrar la colección, tenemos ya en el bajo latín a Julio Valerio (historiador africano de finales del siglo IV), que emplea el verbo praestigio, praestigiare para expresar las acciones de obrar por arte de birlibirloque, hacer juegos de manos y presagiar mediante un prodigio; y en su forma deponente, praestigior, praestigiaris, praestigiari (su transcripción más fiel sería prestigiarse), para  quitar de la vista, escamotear (en juegos de manos), hacer desaparecer.  

Obsérvese en este último autor y en Séneca cómo el prestigio y todo su grupo léxico se van decantando hacia la prestidigitación tal como avanzan los siglos. Pero ocurrió un fenómeno cultural muy interesante: en la Francia del siglo XVIII creció de tal modo la admiración por los embusteros, los vendedores de ilusiones, los embaucadores, que llamarle todo esto a uno era una gentileza. A la gente de bien le gustaba que ponderasen sus dotes de tergiversación. Eso era ser prestigioso, y así fue como cada uno fue haciendo su prestigio (prestige).  

Este deslizamiento del prestigio hacia la honorabilidad, dejó un vacío en el mundo de los truhanes, que habían gozado en exclusiva de esa prerrogativa durante tantos siglos, y el vacío dejado en este lado había que llenarlo de alguna manera: y así fue como los mismos franceses tiraron del nombre de oficio, el praestigiator latino y lo convirtieron en el prestidigitateur galo, el de los dedos prestos (en su grado más alto y lucrativo, el trilero), desdoblando así el prestigio en dos líneas diferenciadas pero afines.