ETIMOLOGÍAS DE LAS PALABRAS QUE FORMAN LA IDEA DEL HOMBRE Mariano Arnal Arnal |
|
ETIMOLOGÍAS
DE LAS PALABRAS DERECHO
DE CIUDADANÍA Sólo
un extranjero
(que éste es el término opuesto de ciudadano)
sabe lo que es la ciudadanía.
Al haber asumido el estado, tomando el nombre de nación,
la personalidad jurídica que en su momento tuvo la ciudad, se confunden
en el plano jurídico y léxico la ciudadanía
y la nacionalidad
porque tienen muchos elementos comunes. Observemos únicamente que tal
como se puede tener doble nacionalidad, no se puede tener doble ciudadanía.
Fue de todos modos la revolución francesa la que promocionó el
concepto de ciudadanía por encima del de nacionalidad, y promocionó
los “derechos del ciudadano”. Tal
como la ciudadanía
nace de la libertad, la nacionalidad
se ha
sustentado a menudo en la relación soberano – súbdito, y así en
muchos momentos de la historia y a lo largo de toda la geografía, se ha
convertido la nacionalidad
en un vínculo irrompible con la tierra en que uno ha nacido (autóctono
es el nacido de la tierra, el producto propio del suelo); así fueron
muchos los príncipes, los soberanos, los señores y toda clase de autócratas
que no permitían la salida de los habitantes o naturales de la tierra,
porque se consideraban tan propietarios de sus habitantes como de sus árboles,
de su caza, de sus cultivos. Una cosa es pues el ser autóctono, nativo,
natural o nacional (todo ello relacionado con el nacer), y otra cosa muy
distinta es, al menos históricamente, la ciudadanía. En
la Roma antigua, que es de donde procede la palabra y el concepto,
estaba la ciudadanía
dotada de una serie de privilegios de que no gozaban los demás
habitantes del imperio. Los cuatro fundamentales eran: el derecho de
sufragio, el de matrimonio, el de comercio y el de testar. Es
inconcebible para nuestra mentalidad que el casarse, el comprar y vender
o el dejar la herencia a los descendientes y recibirla de los
ascendientes, fuese privilegio de una minoría. Cuesta menos entender lo
del sufragio, porque está relacionado directamente con el poder y la
participación en él. Pero así es: el matrimonio legal otorgaba a los
contrayentes y a sus hijos derechos que no conllevaban las otras formas
de unión y reproducción. Y Roma no estaba dispuesta a compartir esos
derechos con los vencidos y con los aliados más o menos forzados, con
los que se nutría la multitud de los plebeyos. Y no digamos con los
esclavos. Con el tiempo los plebeyos fueron ganando posición y se les
concedió una ciudadanía
de segunda,
con limitación de derechos. A la limitación o eliminación de derechos
la llamaban los romanos “cápitis
diminutio”
=¡disminución de la cabeza! Y “cápitis
minor”,
¡menor de cabeza! era el que había sido degradado en sus derechos, el
que había descendido de la condición social en que nació. Un
romano en plenitud de derechos tenía que gozar del “estado de
libertad”, el “estado de familia” y el “estado de ciudadanía
(status
civitatis).
Un ciudadano, además de ser libre, estaba obligado a contraer “justas
nupcias” y a proveer de hijos a la ciudad. La soltería del ciudadano
era perseguida fiscalmente. Por eso se consideraba también fiscalmente
la condición de ciudadano proletario: el que no teniendo otros bienes
que aportar al fisco acreditaba numerosa prole, era inscrito en el censo
(la lista de los impuestos) como ciudadano honorable que contribuía al
bien común de la ciudad con su prole. Se entiende que fuese tan grande
el interés de Roma por la reproducción de los ciudadanos, porque los
que no lo eran crecían sin freno.
|