SANTORAL - ONOMÁSTICA

Las claves léxicas de los nombres

EL CULTO AL SANTO Y EL CULTO AL NOMBRE 

Del mismo modo que siempre ha existido una lengua culta (lengua cultivada y de gente culta o cultivada), distinta de la lengua vulgar (la que habla el vulgo y en general la gente sin cultivar o sin cultura); de la misma manera ha existido siempre el culto de la gente cultivada por una parte, y el del vulgo o gente inculta por otra. Pero eso no ocurre sólo en el cristianismo, sino en todas las religiones. Y cuanto más elitista y protocolario es el culto, tanto más marginado de él queda el vulgo; que no por eso queda huérfano de culto, ni mucho menos, sino que se mantiene por siglos y siglos en sus prácticas supersticiosas más o menos acomodadas a los usos y recursos del momento. 

Basta observar la propia estructura arquitectónica y litúrgica del culto cristiano a lo largo de muchos siglos: tan protagonistas del culto eran los clérigos, es decir los elegidos, que la iglesia estaba construida para ellos, con ricos coros y altos sitiales, quedando para el pueblo llano, casi mero espectador, el resto de la nave. Recordemos que las misas se hacían de espaldas al pueblo. Antes de implantarse la costumbre de los altos retablos, el altar y todo el presbiterio estaba presidido por el prior de la comunidad (abad, obispo o simple prior =”el primero”). Cuando los templos dejaron de ser basílicas (es decir las reales salas de audiencias, donadas por tanto por los reyes y emperadores), para constituirse en congregación de todos los cultos del pueblo, se convirtieron en una especie de panteones en que cada patrón de cada gremio tenía su capillita y su culto. Fue así como entraron en las iglesias los santos en tropel.  

El “culto oficial” se rendía a Dios Padre, al que estaban asociados de manera singular, de hecho puramente nominal, el Hijo y el Espíritu Santo (la liturgia es en esto inequívoca). Pero estos difíciles equilibrios en favor del monoteísmo, no eran correspondidos en absoluto por el culto popular, que primaba totalmente el culto del Dios – Hombre, que al menos tenía una historia en la que se le veía nacer, predicar y hacer milagros, padecer, morir, resucitar y subir a los cielos. Y junto a él adquirió una enorme preponderancia el culto a la Madre de Dios (del Dios – Hombre, no del Dios – Padre todopoderoso). Y cual numerosísima corte de ambos, los coros de los ángeles y de los santos. 

Y como ocurriera en Roma con las divinidades menores, además de a Jesús y María y a los santos de la iglesia universal, que en principio eran los Apóstoles y los Ángeles, el pueblo rindió culto a los santos locales. En efecto, en cada diócesis el obispo, juntamente con el clero y el pueblo, elevaba a la dignidad de los altares, por aclamación a los hombres más eximios de la iglesia: mártires, obispos, abades, abadesas, y religiosos; reyes, reinas y nobles que se distinguieron por su singular virtud, erigiéndose en modelos y ejemplo para los cristianos, y siendo invocados como patronos y dispensadores de gracias tanto espirituales como materiales, en especial la gracia de la salud. 

Era obvio que el nombre era la fórmula mágica para conectar con el poder del santo. Invocar el nombre, es decir llamarlo (“Ad te clamamus éxules fílii Evae: hacia ti clamamos los desterrados hijos de Eva), era invocar las virtudes y el poder del santo, que se encerraban en el nombre como en un talismán.