SANTORAL-ONOMÁSTICA

Santos del día 17 de Octubre

Ignacio de Antioquia obispo y mártir; Víctor, Alejandro, Mariano, Mamelta, Balduino, Exuperia, Etelredo y Etelberto mártires; Herón y Florencio obispos; Catervo, Clemente, Dulcidio, Zenón y Régulo abades.


IGNACIO

Tratándose del personaje de que se trata, es verosímil que la etimología que se suele dar de su nombre, no sólo sea la acertada, sino incluso que él mismo la conociese y por ello hubiese elegido el nombre. Porque Ignacio de Loyola, no se llamaba así, sino Iñigo, pero cambió el nombre desde el momento en que decidió cambiar radicalmente de vida. Ignacio dicen que viene de la forma latina Ignatius, formada a partir de ignis, que significa fuego. Ignatius vendría a significar por tanto "inflamado", "portador de fuego"; porque realmente es eso lo que fue san Ignacio de Loyola, un volcán del que salieron ríos de fuego vivificador. El mundo no siguió siendo el mismo después de san Ignacio y de su Compañía, que como un ejército disciplinado fue conquistando posiciones en la Iglesia y en el mundo. Su anterior nombre, Iñigo, parece proceder de un topónimo vasco que significaría "lugar encrespado". En sus dos formas, este nombre ha hecho fortuna, siendo muy apreciada últimamente por los más castizos la forma de Íñigo.

San Ignacio de Loyola nació en el castillo de Loyola, hoy en el término municipal de Azpeitia (Guipúzcoa) en 1491 (un año antes del descubrimiento de América) y murió en Roma, el 31 de julio de 1556. Como noble que era, eligió la carrera de las armas. Sirviendo al duque de Nájera en calidad de gentilhombre, el rey de Francia decidió invadir España. Llegado a Pamplona, la sitió. En esta contienda una bala de cañón le pasó entre las dos piernas, rompiéndole la derecha por debajo de la rodilla y dejándole muy malparada la izquierda. Durante su invalidez, tuvo tiempo de cultivar su espíritu. Leyó numerosas vidas de santos. Pasó primero por el santuario de Aránzazu y luego por el de Montserrat para reconfortar su espíritu y prepararse para la gran aventura que le esperaba. Renunció Íñigo a todo, incluso a su nombre, y empezó una nueva vida de espiritualidad en la cueva de Manresa. Allí escribió sus famosos Ejercicios espirituales. De allí pasó a Barcelona, viviendo de limosnas, que repartía con otros pobres, hasta que pudo embarcarse hacia Tierra Santa. Vuelto a Barcelona, decidió que tenía que estudiar para mejor servir al prójimo. Empezó, pues, a los 32 años sus estudios de latín en la escuela, al lado de los mozalbetes que cursaban estos estudios; continuó en Salamanca y luego en París, donde conoció a Francisco Javier y otros compañeros de estudios, con quienes inició la fundación de la Compañía de Jesús. No habiendo podido cumplir todos ellos su propósito de trasladarse a vivir a Tierra Santa a imitar a Jesús, primero por la enfermedad de Ignacio, y luego por la guerra de los turcos contra los Santos Lugares, decidieron ponerse a disposición del papa para trabajar por la Iglesia como él quisiera ordenarles. De esta manera acabó de tomar forma la obra de Ignacio de Loyola y de extenderse por todo el mundo con un vigor imparable.

Los Íñigos e Ignacios tienen en esta gran figura un patrón extraordinario. En él destacaron una gran firmeza y decisión reguladas por la razón y el deber; un valor a toda prueba, semejante al que desplegó como soldado; una gran constancia y una sencillez que nacía de su prudencia, su humildad y su amor al prójimo. Fue un hombre disciplinado, virtud que le permitió sacar adelante su colosal obra. Virtudes para dar y tomar; y es que el de Ignacio es nombre recio. ¡Felicidades!

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