SANTORAL - ONOMÁSTICA

LOS ÁNGELES

Buenas son las explicaciones históricas y teológicas para entender el santoral, el culto con él relacionado y su aplicación onomástica; pero si queremos llegar al fondo hemos de acabar adentrándonos en el alma humana. Porque he aquí que vemos persistir los mismos fenómenos en culturas y sociedades de toda índole; y al final las únicas diferencias son de aspecto, de forma; porque tienen todas un mismo fondo. Es la necesidad de compartir un alma común aquello que nos religa unos a otros, sin importar demasiado el material de que están hechas esas cuerdas, cadenas o lazos. Es que la sustancia de cualquier religión (si digo religación, se me entenderá mejor), sea de carácter teológico, político, económico, o etnológico, no es tanto la materia de la fe, sino la unidad de esa fe; o mejor aún, la unión en esa fe; y definitivamente mejor, la comunión en esa fe. Una comunidad necesita comulgar con algo, no importa tanto el qué, sino que comulguen todos en lo mismo. Más aún, tanto más firmes serán las ataduras de esa comunión, cuanto más apartado esté de la razón aquello en que comulgan; de lo contrario, no formarían una comunidad distinta, sino que por ser la razón común a todos los humanos, acabaríamos coincidiendo todos en una misma comunión, y no habría comunidades diferenciadas. Es esencial por tanto la irracionalidad en toda fe. Una irracionalidad, claro, que beneficia a quienes comulgan en ella (y obviamente, justo por ello, perjudica e incluso agrede a los que quedan fuera). No se puede pedir por tanto a la fe de cada pueblo que sea racional (¡qué absurdo!), sino que beneficie a ese pueblo y que le permita estar por encima de los demás. Esto hace que dentro de una misma fe católica los pueblos puedan luchar unos contra otros, asistidos siempre tanto el agresor como el agredido por la más alta razón de la fe, administrada por las respectivas clerecías. Esto convierte en prácticamente infinita la elasticidad de nuestra misma fe católica. En efecto, sería imposible la catolicidad si no gozase de elasticidad. El catolicismo, para serlo, necesita acoger en su seno todo tipo de creencias; sometiéndolas, eso sí, a un reacomodo teológico. Es más que un politeísmo jerarquizado, en que sólo uno (en tres) tiene la suprema categoría de Dios, más que eso es un panteísmo encorsetado en el dogma. Y es aquí, en esta visión panteísta, donde mejor encaja la maravillosa fe en los ángeles. En su menor extensión, cada uno de nosotros tiene un Ángel de la Guarda. Pero la misma doctrina asigna ángeles a las familias, a los pueblos, a los países, a los montes, a los ríos, a los vientos, a los animales, a toda la naturaleza, y puebla el firmamento de ángeles, puesto que cada estrella tiene su ángel según unos, o es ella misma ángel según otros. Pero esta fe ni es nueva ni es exclusiva de la iglesia católica: de Persia parece traer su origen, pasando por Babilonia, de donde recibieron esta creencia los judíos, a la que se adhirieron también los musulmanes. Es que la existencia de los ángeles embellece nuestra vida extraordinariamente. No es poco lo que ayuda a vivir el saberse asistido, protegido e inspirado por esa tenue divinidad alada; los héroes de Homero vivían mezclados con sus dioses; los romanos no se separaban de sus antepasados, a los que divinizaban. ¿Es que no tenemos nosotros derecho a tener cada uno nuestro ángel, con lo mucho que nos ayuda a tener ángel?

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