LÉXICO DE RELIGIÓN

SACERDOTE

A ver si nos situamos: tanto sacer sacra sacrum como sanctus sancta sanctum, comparten raíz y origen en sancio sancire sanctum, que procede de Sancus, el que ejerció de Dius Fidius, el dios de la buena fe, mucho más institución que mito, en cuyo nombre se juraba (Me dius Fidius! o Medius Fidius! lit.: "¡Por el dios de la fidelidad!). Este dios Sancus (o Sangus), identificado como Hércules por los romanos, procedía del panteón sabino. Su primitiva representación animal era el quebrantahuesos, de la familia de las águilas, símbolo universal del poder y de la autoridad. Y ahí hemos de dar por perdida la pista, más que en Hércules, que es una evidente superposición. Si sanguis (sangre) por una parte, y el sacellus (dim. De saccus = saco, de donde sacellarius = tesorero) y sacellum (dim. de sacrum = sagrado, por tanto pequeño lugar sagrado; a los templos se confiaba la custodia de los tesoros) por otra parte, si esas palabras tan afines fonéticamente y con tantos puntos de contacto semántico se han cruzado a lo largo del tiempo, es algo que probablemente nunca sabremos; pero ahí están tan próximas entre sí.

Santo, santificar, sanción, sagrado, sacramento, sacrificio, consagrar, sagrario, sacerdote... son palabras del mismo grupo léxico. Y tienen, por supuesto, un común denominador semántico, que es el carácter de absolutamente necesario y trascendente y de obligado cumplimiento de todo aquello que denominan. En el fondo de todo ello está la aceptación de los contenidos de los compromisos y ataduras, y por tanto la buena fe, la fidelidad. Los indicios léxicos e históricos nos llevan a sospechar que sacrificar, es decir celebrar los sacrificios, matar en fin de cuentas, era prerrogativa de los que ejercían la más alta magistratura en los respectivos ámbitos. Es que hubo un tiempo en que el hombre adoraba y rendía culto a su animal totémico, que en muchos pueblos coincidió con aquel del que se alimentaba: se veía obligado por tanto a tener domesticado a su dios, a cuidarlo y rendirle culto como al miembro más noble de la familia, y al mismo tiempo a sacrificarlo. Es evidente que una acción que implicaba a un tiempo poder, honor y responsabilidad, sólo podía estar en manos del más digno, del elegido, del ungido. Y debía estar sometida a ritos propiciatorios y expiatorios, además de los propios funcionales del sacrificio. El paterfamilias, cuya casa era un estado y un templo, era el gran sacerdote doméstico: a él le correspondía sacrificar con la preceptiva solemnidad y distribuir a cada uno según sus méritos, los animales de los que se alimentaba toda la familia. Por otra parte no podían caer las armas cortantes y el instrumental propio del padre-sacerdote-sacrificador en manos no santas. Era su responsabilidad, por otra parte, el mantenimiento de toda la casa a costa de sacrificar a quien fuese necesario. Con alguna frecuencia era el animal totémico el que exigía de la familia como desagravio el sacrificio de niños y doncellas. La vida era muy dura y poco dada a la misericordia. No fue muy distinto cuando se agruparon en ciudades. Se fundaron templos en los que los más altos magistrados ejercían el sacerdocio. En sus manos estaba la responsabilidad de la alta administración vital de la ciudad. El régimen de los sacrificios siguió siendo el mismo. Había que alimentarse de alguien, había que administrar la vida del hombre y de sus animales sagrados. Sólo los sacerdotes podían hacerlo.

Mariano Arnal

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