SIGMUND FREUD OBRAS COMPLETAS

 



XIII  NUEVAS OBSERVACIONES SOBRE LAS NEUROPSICOSIS DE DEFENSA 
1896 

            EN un breve estudio, publicado en 1894, hube de reunir bajo el nombre de «neuropsicosis de defensa» la histeria las representaciones obsesivas y algunos casos de locura alucinatoria, fundándome en que los síntomas de todas estas afecciones son un producto del mecanismo psíquico de la defensa (inconsciente), surgiendo, por tanto, a consecuencia de la tentativa de reprimir una representación intolerable, penosamente opuesta al yo del enfermo. En el libro que sobre la histeria he publicado después en colaboración con el doctor Breuer he expuesto, con ayuda de varias observaciones clínicas, el sentido en que ha de interpretarse este proceso psíquico de la «defensa» o la «represión» describiendo también el método psicoanalítico, penoso pero seguro, de que me sirvo en estas investigaciones, las cuales constituyen, simultáneamente, una terapia. 

Los resultados obtenidos en estos dos últimos años de trabajo han robustecido mi inclinación a considerar la defensa como el nódulo del mecanismo psíquico de las mencionadas neurosis y me han permitido, además, proporcionar a la teoría psicológica una base clínica. Para mi propia sorpresa he tropezado con algunas soluciones sencillas, pero precisamente determinadas, de los problemas de las neurosis; soluciones que me propongo exponer en el presente estudio. No pudiendo integrar en él, por su forzosa brevedad, las pruebas de mis afirmaciones, espero darles cabida en una próxima publicación, más amplia. 

A) LA ETIOLOGÍA «ESPECÍFICA» DE LA HISTERIA 

            YA en otras ocasiones anteriores hemos expuesto Breuer y yo la teoría de que los síntomas de la histeria sólo se nos hacen comprensibles cuando nos referimos a experiencias de efectos «traumáticos» o traumas psíquicos de carácter sexual. Lo que hoy me propongo agregar a lo ya expuesto, como resultado uniforme del análisis de trece casos de histeria, se refiere, por un lado, a la naturaleza de estos traumas sexuales, y por otro, al período de la vida individual en el que acaecen. Para la causación de la histeria no basta que en una época cualquiera de la vida surja un suceso, relacionado en algún modo con la vida sexual y que llegue a hacerse patógeno por el desarrollo y la represión de un afecto penoso. 

Es preciso que tales traumas sexuales sobrevengan en la temprana infancia del sujeto (la época anterior a la pubertad) y su contenido ha de consistir en una excitación real de los genitales en procesos análogos al coito.

En todos los casos de histeria por mí analizados (entre ellos dos de histeria masculina) he hallado cumplida esta condición específica de la histeria -la pasividad sexual en tiempos presexuales-, condición que, a más de disminuir considerablemente la significación etiológica de la disposición hereditaria, explica la frecuencia infinitamente mayor de la histeria en el sexo femenino, el cual ofrece durante la infancia mayores atractivos a la agresión sexual. 

Contra este resultado se objetará; seguramente, que los atentados sexuales cometidos en sujetos infantiles aún impúberes son demasiado frecuentes para poder concederles un serio valor etiológico. O también que, por tratarse de sujetos cuya sexualidad no está aún desarrollada, no pueden tener tales sucesos efecto alguno. Por último, se alegará la posibilidad de ser nosotros mismos los que sugerimos al paciente tales recuerdos durante el tratamiento y se nos prevendrá contra una aceptación demasiado crédula de las manifestaciones de estos enfermos, tan dados a fantasear. Y a estas dos últimas objeciones he de contestar que para poder emitir algún juicio sobre este oscuro sector es necesario haberse servido alguna vez del único método susceptible de arrojar alguna luz sobré él; esto es del psicoanálisis, por medio del cual logramos hacer consciente lo inconsciente. Las dos primeras quedarán contestadas en lo esencial con la observación de que no son los sucesos mismos los que actúan traumáticamente, sino su recuerdo, emergente cuando el individuo ha llegado ya a la madurez sexual. 

Mis trece casos de histeria eran todos graves y databan ya de muchos años, algunos de ellos a pesar de un largo tratamiento médico ineficaz. Los traumas infantiles que en ellos descubrió el análisis eran todos de orden sexual y en ocasiones de un carácter extraordinariamente repugnante. Entre los culpables de estos abusos de tan graves consecuencias figuraban en primer lugar, niñeras, nurses y otras personas del servicio, a las cuales se abandona imprudentemente el cuidado de los niños y luego con lamentable frecuencia, personas dedicadas a la enseñanza infantil. En siete de los trece casos indicados se trataba, en cambio, de inocentes agresores infantiles, casi siempre hermanos, que habían mantenido durante años enteros relaciones sexuales con sus hermanas, poco menores que ellos. Por lo común, el origen de estas relaciones era uno mismo: el hermano había sido objeto de un abuso sexual por parte de una persona perteneciente al sexo femenino, y despertaba así prematuramente, su libido, había repetido años después, con su hermana, exactamente las mismas prácticas a las que antes le habían sometido. 

            La masturbación activa debe ser excluida de la lista de las influencias sexuales patógenas productoras de la histeria. El hecho de aparecer tan frecuentemente asociada a esta enfermedad depende de ser con mayor frecuencia de lo que se cree, una secuela del abuso o la seducción. No es raro que los dos miembros de la pareja infantil enfermen ulteriormente de neurosis de defensa, mostrando el hermano representaciones obsesivas y la hermana una histeria, lo cual da al caso una apariencia de disposición neurótica familiar. Pero esta pseudoherencia revela en seguida su inexactitud. En uno de mis casos se hallaban enfermos el hermano, la hermana y un primo algo mayor. El análisis del hermano me descubrió que se reprochaba obsesivamente ser la causa de la enfermedad de su hermana. Por su parte, él había sido pervertido por su primo y éste, a su vez, según me comunicó la familia, había sido víctima de la sexualidad de su niñera. 

            No me es posible indicar con seguridad el límite de edad hasta el cual una influencia sexual puede constituirse en factor etiológico de la histeria, pero dudo mucho de que la pasividad sexual pueda ya suscitar una represión después de los ocho o los diez años, a menos que la capaciten para ello sucesos anteriores. El límite inferior alcanza tanto como la facultad de recordar, o sea, hasta la tierna edad de año y medio o dos años (dos casos). En un cierto número de los casos analizados el trauma sexual (o serie de traumas) había sobrevivido entre los tres y los cuatro años. Yo mismo me resistía a creer estos extraños descubrimientos, si el desarrollo de la neurosis ulterior no impusiera su aceptación. En todos los casos hallamos una serie de costumbres patológicas, síntomas y fobias que sólo por medio de su referencia a tales experiencias infantiles resultan explicables, y el enlace lógico de las manifestaciones neuróticas hace imposible rechazar dichos recuerdos de la niñez, fielmente conservados. Claro está que sería inútil querer interrogar a un histérico sobre estos traumas infantiles fuera del psicoanálisis pues su huella no se encuentra jamás en la memoria consciente y sí sólo en los síntomas patológicos. 

            Las experiencias y las excitaciones que preparan o motivan, en el período posterior a la pubertad, la explosión de la histeria no hacen sino despertar la huella mnémica de aquellos traumas infantiles, huella que tampoco se hace entonces consciente, pero provoca el desarrollo de afectos y la represión. Con este papel de los traumas ulteriores, armoniza el hecho de que no aparecen sometidos a la estricta condicionalidad de los traumas infantiles, sino que pueden variar en intensidad y constitución, desde la verdadera violación sexual hasta la simple aproximación de igual orden, la percepción de actos sexuales realizados por otras personas o la audición de relatos de procesos sexuales. 

            En mi primera comunicación sobre las neurosis de defensa quedó inexplicado cómo la tendencia del sujeto hasta entonces sano a olvidar una tal experiencia traumática podía producir realmente la represión propuesta y abrir con ellos las puertas a la neurosis. Este resultado no podía depender de la naturaleza de la experiencia, puesto que otras personas permanecían sanas, no obstante haber sufrido idéntico trauma. Así, pues, la histeria no quedaba totalmente explicada por la acción del trauma, debiéndose aceptar que ya antes del mismo existía en el sujeto una capacidad para la reacción histérica. 

            En el lugar de esta indeterminada disposición histérica podemos situar ahora, total o fragmentariamente, el efecto póstumo del trauma sexual infantil. La «represión» del recuerdo de una experiencia sexual penosa de los años de madurez sólo es alcanzada por personas en las que tal experiencia pueda activar la acción de un trauma infantil.

            Las representaciones obsesivas tienen también como premisa una experiencia infantil de un orden distinto al de las descubiertas en los histéricos. La etiología de ambas neurosis de defensa ofrece la siguiente relación con la etiología de las dos neurosis simples: la neurastenia y la neurosis de angustia. Estas dos últimas afecciones son efectos inmediatos de las prácticas sexuales nocivas (caso que ya explicamos en un estudio sobre la neurosis de angustia, publicado en 1895). En cambio, las dos neurosis de defensa son consecuencias mediatas de influencias sexuales nocivas, que han actuado antes de la madurez sexual; esto es, consecuencias de las huellas mnémicas psíquicas de tales influencias. Las causas actuales que producen la neurastenia y la neurosis de angustia desempeñan muchas veces al mismo tiempo el papel de causas despertadoras de las neurosis de defensa. Por otro lado, las causas específicas de las neurosis de defensa pueden constituir la base de una neurastenia ulterior, no siendo tampoco raro que una neurastenia o una neurosis de angustia sean mantenidas, en lugar de por prácticas sexuales nocivas actuales, sólo por el recuerdo perdurable de traumas infantiles. 

 

B) ESENCIA Y MECANISMO DE LA NEUROSIS OBSESIVA 

            EN la etiología de la neurosis obsesiva tienen las experiencias sexuales de la temprana infancia la misma significación que en la histeria; pero no se trata ya de la pasividad sexual, sino de agresiones de este orden, llevadas a cabo con placer o de una gozosa participación en actos sexuales; esto es, de actividad sexual. De esta diferencia en las circunstancia etiológicas depende la mayor frecuencia de la neurosis obsesiva en el sexo masculino.

            Por otra parte, en el fondo de todos mis casos de neurosis obsesiva he hallado síntomas histéricos, que el análisis demostraba dependientes de una escena de pasividad sexual anterior a la intervención sexual activa. A mi juicio, esta coincidencia es regular y la agresión sexual prematura supone siempre una experiencia pasiva anterior. No me es posible presentar aún una exposición definitiva de la etiología de la neurosis obsesiva. Pero tengo la impresión de que el factor que decide si de los traumas infantiles ha de surgir una histeria o una neurosis obsesiva se halla relacionado con las circunstancias temporales de la libido. 

            La esencia de la neurosis obsesiva puede encerrarse en una breve fórmula: las representaciones obsesivas son reproches transformados, retornados de la represión, y referentes siempre a un acto sexual de la niñez ejecutado con placer. Para explicar esta fórmula será necesario describir el curso típico de una neurosis obsesiva.

            Los sucesos que contienen el germen de la neurosis se desarrollan en un primer período, al que podemos dar el nombre de «la inmoralidad infantil». Primero, en la más temprana infancia, tienen efecto las experiencias pasivas, que más tarde hacen posible la represión, sobreviniendo luego los actos de agresión sexual contra el sexo contrario, los cuales motivan ulteriormente los reproches. 

            A este período pone fin la iniciación -a veces también adelantada- de la «maduración» sexual. Al recuerdo de aquellos actos placenteros se enlaza entonces un reproche, y la conexión en que se hallan con las experiencias iniciales de pasividad hace posible -con frecuencia después de un esfuerzo consciente-, recordando luego su represión y sustitución por un síntoma primario de defensa. Los escrúpulos, la vergüenza, la desconfianza en sí mismo son síntomas de este orden, con los cuales comienza el tercer período: el de la salud aparente y, en realidad, de la defensa conseguida. 

            El período siguiente -el de la enfermedad- se caracteriza por el retorno de los recuerdos reprimidos, o sea, por el fracaso de la defensa, siendo aún indeciso si el despertar de dichos recuerdos es con mayor frecuencia casual y espontáneo, o consecuencia y efecto secundario de perturbaciones sexuales actuales. Los recuerdos reanimados y los reproches de ellos surgidos no pasan nunca a la consciencia sin sufrir grandes alteraciones, y así, aquello que se hace consciente como representaciones y afectos obsesivos, sustituyendo para la vida consciente el recuerdo patógeno, son transacciones entre las representaciones reprimidas y las represoras. 

            Para describir precisa y exactamente los procesos de la represión y de la formación de representaciones transaccionales habríamos de decidirnos a admitir hipótesis muy definidas sobre el substrato del suceder psíquico y de la consciencia. Mientras queramos evitar tales hipótesis habremos de contentarnos con las siguientes observaciones: existen dos formas de neurosis obsesiva, según que el paso a la consciencia sea forzado tan sólo por el contenido mnémico de la acción, base del reproche, o también por el afecto concomitante. El primer caso es el de las representaciones obsesivas típicas en las cuales el contenido atrae toda la atención del enfermo, no sintiendo éste como afecto sino un vago displacer en lugar del correspondiente al reproche único que armonizaría con el contenido de la representación. Este contenido de la representación obsesiva aparece doblemente deformado con relación al acto infantil motivador, mostrándose sustituido lo pasado por algo actual, y reemplazado lo sexual por algo análogo no sexual. Estas dos transformaciones son obra de la tendencia a la represión, aún perdurante; tendencia que hemos de atribuir al yo. La influencia del recuerdo patógeno reanimado se muestra en el hecho de que el contenido de la representación obsesiva es todavía fragmentariamente idéntico al reprimido, o se deduce de él de un modo lógico. Si con ayuda del método psicoanalítico reconstruimos la génesis de una representación obsesiva hallamos que de una impresión actual parten dos procesos mentales, uno de los cuales, el que integra el recuerdo reprimido, se demuestra tan correctamente lógico como el otro, a pesar de no ser capaz de consciencia ni susceptible de rectificación. Cuando los resultados de estas dos operaciones psíquicas no coinciden, no tiene lugar la supresión lógica de la contradicción existente entre ambas, sino que al lado del resultado mental normal entra en la consciencia, a título de transacción entre la resistencia y el resultado mental patológico, una representación obsesiva aparentemente absurda. Cuando ambos procesos mentales dan el mismo resultado, se robustecen mutuamente, resultando así que un resultado mental normal se conduce como una representación obsesiva. Toda obsesión neurótica, emergente en lo psíquico, tiene su origen en la represión. Las representaciones obsesivas tienen, digámoslo así, curso psíquico forzoso, no por su propio valor, sino por la fuente de la que emanan o que las ha intensificado. 

            La neurosis obsesiva toma una segunda forma cuando lo que alcanza una representación en la vida psíquica consciente no es el contenido mnémico reprimido, sino el reproche, reprimido también. El afecto correspondiente al reproche puede transformarse por medio de un incremento psíquico en cualquier otro afecto displaciente.

            Sucedido esto nada hay ya que se oponga a que el afecto sustitutivo se haga consciente. De este modo el reproche (de haber realizado en la niñez el acto sexual de que se trate) se transforma fácilmente en vergüenza (de que otra persona lo sepa), en miedo hipocondríaco (de las consecuencias físicas de aquel acto), en miedo social (a la condenación social del delito cometido), en miedo a la tentación (desconfianza justificada en la propia fuerza moral de resistencia), en miedo religioso, etc. En todos estos casos, el contenido mnémico del acto motivo del reproche puede también hallarse representado en la consciencia o quedar completamente desvanecido; circunstancia esta última que dificulta extraordinariamente el diagnóstico. Muchos casos que después de una investigación superficial se consideran como de hipocondría vulgar (neurasténica) pertenecen a este grupo de los afectos obsesivos. Así, la llamada «neurastenia periódica» o «melancolía periódica» resulta ser con insospechada frecuencia, una neurosis obsesiva de esta segunda forma; descubrimiento de no escasa importancia terapéutica. 

            Al lado de estos síntomas transaccionales, que significan el retorno de lo reprimido, y con ello el fracaso de la defensa primitivamente conseguida, forma la neurosis obsesiva otros, de un origen totalmente distinto. El yo intenta, en efecto, defenderse de las ramificaciones del recuerdo, inicialmente reprimido, y crea en esta lucha defensiva síntomas que podríamos reunir bajo el nombre de «defensa secundaria». Son estos síntomas, en su totalidad, «medidas preventivas», que prestan buenos servicios en la lucha contra las representaciones y los afectos obsesivos. Si estos elementos auxiliares consiguen efectivamente en la lucha defensiva reprimir de nuevo los síntomas del retorno, impuestos al yo, la obsesión se transferirá a las medidas preventivas mismas, y creará una tercera forma de la «neurosis obsesiva»: los actos obsesivos. Estos actos no son nunca primarios ni contienen otra cosa que una defensa y jamás una agresión. El análisis psíquico demuestra que, no obstante su singularidad, resultan siempre explicables refiriéndolos al recuerdo obsesivo, contra el cual combaten. 

            La defensa secundaria contra las representaciones obsesivas puede consistir en una violenta desviación del pensamiento hacia otras ideas, lo más opuestas posible. Así, en el caso de la especulación obsesiva recae ésta sobre temas abstractos contrapuestos al carácter, siempre concreto, de las representaciones reprimidas. En otras ocasiones intenta el enfermo dominar cada una de sus ideas obsesivas por medio de un proceso mental lógico, y acogiéndose a sus recuerdos conscientes; conducta que le lleva al examen y a la duda obsesivos. La preferencia que en este examen obsesivo da el enfermo a la percepción sobre el recuerdo le impulsa primero y le fuerza después a coleccionar y conservar todos los objetos con los que entra en contacto. La defensa secundaria contra los afectos obsesivos da origen a una gran serie de medidas preventivas, susceptibles de transformarse en actos obsesivos. Tales medidas preventivas pueden clasificarse, según su tendencia, en los siguientes grupos: medidas de penitencia (ceremoniales molestos, observaciones de los números); de preservación (fobias de todas clases, superstición, minuciosidad incremento del síntoma primario de los escrúpulos); del miedo a delatarse (colección cuidadosa de todo papel escrito, misantropía); de aturdimiento (dipsomanía). Entre todos estos actos e impulsos obsesivos, corresponde a las fobias el lugar más importante. 

            Hay casos en los que se puede observar cómo la obsesión se transfiere desde la representación o el afecto a la medida preventiva; en otros oscila periódicamente la obsesión entre el síntoma del retorno y el de la defensa secundaria. Por último, hay también casos en los que no se forma ninguna representación obsesiva, quedando inmediatamente representado el recuerdo reprimido por la medida de defensa aparentemente primaria. En estos casos es alcanzado de un salto el estadio final de la neurosis, ulterior a la lucha defensiva. Los casos graves de esta afección culminan en la fijación de los actos ceremoniales y la emergencia de la locura de duda, o en una existencia extravagante del enfermo, condicionada por las fobias. 

            El hecho de no encontrar crédito la representación obsesiva ni ninguno de sus derivados procede quizá de que en la primera represión quedó ya constituido el síntoma de la escrupulosidad, que ha adquirido también un carácter obsesivo. La seguridad de haber vivido moralmente durante todo el período de la defensa conseguida hace imposible dar crédito al reproche que la representación obsesiva envuelve. Sólo esporádicamente, al emerger una nueva representación obsesiva, o en estados melancólicos de agotamiento del yo, logran crédito los síntomas patológicos del retorno. El carácter «obsesivo» de los productos psíquicos aquí descritos no tiene, en general, nada que ver con su aceptación como verdaderos, ni debe tampoco confundirse con aquel factor, al que damos el nombre de «fuerza» o «intensidad» de una representación. Su carácter esencial es más bien la imposibilidad de hacerlos desaparecer por medio de la actividad psíquica, capaz de consciencia: carácter que no varía por el hecho de que la representación obsesiva aparezca más o menos clara e intensa. 

            La causa de esta condición inatacable de la representación obsesiva o de sus derivados es su conexión con el recuerdo infantil reprimido, pues una vez que conseguimos hacer consciente tal recuerdo, para lo cual parecen bastar los métodos psicoterápicos, se desvanece la obsesión. 

C) ANÁLISIS DE UN CASO DE PARANOIA CRÓNICA (*) 

            DESDE hace mucho tiempo vengo sospechando que también la paranoia -o algún grupo de casos pertenecientes a la paranoia- es una neurosis de defensa, surgiendo, como la histeria y las representaciones obsesivas, de la represión de recuerdos penosos, y siendo determinada la forma de sus síntomas por el contenido de lo reprimido. Peculiar a la paranoia sería un mecanismo especial de la represión, como lo es la represión en la histeria por el proceso de la conversión en inervación somática, y en la neurosis obsesiva la sustitución (el desplazamiento a lo largo de ciertas categorías asociativas). Varios casos por mí observados se mostraban favorables a esta observación, pero no había encontrado ninguna que la demostrara totalmente, hasta que hace unos meses la bondad del doctor Breuer me permitió someter al psicoanálisis, con un fin terapéutico, el caso de una mujer de treinta y dos años, muy inteligente, cuya enfermedad había de diagnosticarse de paranoia crónica. Me apresuro a exponer en este trabajo los datos adquiridos en tal análisis por no tener probabilidades de estudiar la paranoia sino en casos aislados, y esperar que estas observaciones aisladas muevan a algún psiquiatra a incorporar la teoría de la «defensa» a la viva discusión actual sobre la naturaleza y el mecanismo de la paranoia. Por mi parte, con la observación única aquí expuesta no pretendo sino demostrar que se trata de un caso de psicosis de defensa, e indicar la posibilidad de que en el grupo de la «paranoia» existan otros de igual naturaleza.

            La sujeto de este caso es una señora de treinta y dos años, casada hace tres, y madre de un niño de dos. Sus padres no padecieron enfermedad alguna nerviosa; en cambio, sus dos hermanas son neuróticas. Parece ser que hacia los veinte años padeció una depresión pasajera, con obnubilación del juicio; pero posteriormente gozó de salud y capacidad normales, hasta que seis meses después del nacimiento de su hijo se iniciaron en ella los primeros signos de su enfermedad actual. Comenzó por hacerse reservada y desconfiada, rehuyendo el trato con las hermanas de su marido, y lamentándose de que los habitantes de la pequeña población de su residencia habían variado de conducta para con ella, mostrándose descorteses y negándole toda consideración. Poco a poco fueron ganando estas quejas en intensidad, aunque no en precisión. Se tenía contra ella algo que no podía adivinar. Pero no le cabía la menor duda de que todos -parientes y amigos-la desconsideraban y hacían lo posible por irritarla. Por más que se rompía la cabeza para averiguar el porqué de aquella mudanza, no lo conseguía. Algún tiempo después empezó a quejarse de ser observada de continuo por los vecinos, que adivinaban sus pensamientos y sabían todo lo que en su casa pasaba. Una tarde se le ocurrió de repente que la espiaban por la noche, mientras se desnudaba y desde entonces este momento inició al acostarse toda una serie de complicadas medidas preventivas, no desnudándose sino a oscuras y después de meterse en la cama. Viendo que rehuía todo trato, aparecía constantemente deprimida y casi no se alimentaba, decidió la familia llevarla a un balneario durante el verano de 1895; pero el efecto de la cura de aguas fue desastroso, pues se intensificaron los síntomas ya existentes y aparecieron otros nuevos. Ya en la primavera anterior, hallándose un día la sujeto sola con su doncella, había experimentado una singular sensación en el regazo, pensando al sentirla que la muchacha que la acompañaba tenía en aquel momento un pensamiento indecoroso. Esta sensación se hizo durante el verano casi continua. «Sentía sus genitales como si sobre ellos gravitase el peso de una mano.» Después comenzó a ver imágenes que la espantaban: alucinaciones de desnudos femeninos, especialmente el regazo femenino de una mujer adulta, y a veces también genitales masculinos. La imagen del regazo femenino y la sensación de peso sobre sus propios genitales aparecían casi siempre unidas. Estas alucinaciones le eran especialmente penosas, pues surgían siempre que se hallaba con otra mujer, y las interpretaba suponiendo que las desnudeces que veía pertenecían a la persona con quien se hallaba, la cual, a su vez, la veía a ella en igual forma. Simultáneamente a estas alucinaciones visuales -que después de surgir durante la estancia en el balneario desaparecieron por espacio de varios meses- comenzó a oír voces desconocidas, cuya procedencia no podía explicarse. Cuando iba por la calle oía: «Esa es Fulana. Ahí va. ¿Dónde iría?». Se comentaban todos sus actos y ademanes, y a veces oía amenazas y reproches. Todos estos síntomas se intensificaban cuando se hallaba en sociedad o salía a la calle: todo lo cual la hizo encerrarse en su casa. Poco después comenzó a negarse a comer, alegando repugnancia y náuseas, desmejorándose así rápidamente. 

            Todo esto lo supe cuando en el invierno de 1895 me fue confiada la enferma para su tratamiento. Lo he expuesto al detalle para hacer presente que se trata de una forma muy frecuente de paranoia crónica; diagnóstico con el cual armonizan otros detalles sintomáticos, que más adelante expondré. Al principio no pude comprobar la existencia de delirios, interpretadores de las alucinaciones, bien porque la enferma me los ocultase, bien porque no hubiesen surgido todavía. La sujeto conservaba intacta su inteligencia, siéndome únicamente referida, como detalle singular la circunstancia de haber hecho venir a su casa repetidas veces a su hermano, alegando tener que confiarle algo, pero sin llegar nunca a la anunciada confidencia. No hablaba nunca de sus alucinaciones, y en la última época tampoco se refería sino muy raras veces a las persecuciones de que era objeto. 

            Lo que sobre esta enferma me propongo exponer se refiere principalmente a la etiología del caso y al mecanismo de las alucinaciones. La etiología se me reveló al aplicar a la enferma, como si se tratase de una histérica, el método de Breuer para la investigación y supresión de las alucinaciones. Al obrar así partí del supuesto de que en esta paranoia debían existir, como en las otras dos neurosis de defensa por mí estudiadas pensamientos inconscientes y recuerdos reprimidos, susceptibles de ser atraídos a la consciencia venciendo una determinada resistencia. La enferma confirmó en seguida esta hipótesis, comportándose en el análisis exactamente como, por ejemplo, una histérica, y produciendo bajo la presión de mis manos (véanse mis estudios sobre la histeria) ideas que no recordaba haber tenido, que no comprendía en un principio y que contradecían sus esperanzas. Quedaba pues, demostrado que también en un caso de paranoia existían importantes ideas inconscientes, dándose así la posibilidad de referir también a la represión la obsesión de la paranoia. Únicamente resultaba singular el hecho de que la enferma oía interiormente, a modo de alucinación, los datos procedentes de su inconsciente. 

            Con respecto al origen de las alucinaciones visuales descubrí que la imagen del regazo femenino coincidía casi siempre con la sensación de peso sobre sus propios genitales; pero que esta última vez era casi constante, y se presentaba muy frecuentemente sola.

            Las primeras imágenes de desnudos femeninos habían surgido en el balneario pocas horas después de haber visto efectivamente la sujeto a otras bañistas desnudas en la piscina general. Eran, pues, simples reproducciones de una impresión real, habiendo de suponerse que si tales impresiones se reproducían era porque la paciente había enlazado a ellas un intenso interés. Como explicación manifestó la sujeto que había sentido vergüenza por aquellas mujeres que se mostraban en tal forma, y que desde entonces se avergonzaba de desnudarse ante cualquier persona. Habiendo de considerar este pudor como algo obsesivo, deducí, conforme al mecanismo de la defensa, que la paciente debía de mantener reprimido el recuerdo de un suceso en el que no se había avergonzado, y la invité a dejar de emerger todas aquellas reminiscencias relacionadas con el tema del pudor. Rápidamente reprodujo entonces una serie de escenas cronológicamente descendentes desde los diecisiete a los ocho años, en las que se había avergonzado de hallarse desnuda ante su madre, su hermano o el médico. Por último, esta serie de recuerdos culminó con el de haberse desnudado una noche, teniendo seis años, ante su hermano, sin haber sentido vergüenza ninguna. A mis preguntas confesó que tal escena se había repetido muchas veces, pues durante varios años habían tenido ella y su hermano la costumbre de mostrarse mutuamente sus desnudeces al ir a acostarse. Esta confesión me explicó su repentina idea obsesiva de que la espiaban mientras se desnudaba para acostarse. Tratábase de un fragmento inmodificado del antiguo recuerdo reprochable, y la sujeto sentía ahora la vergüenza que antes no había experimentado. 

            La sospecha de que también en este caso se trataba de relaciones sexuales infantiles, tan frecuentes en la etiología de la histeria, quedó confirmada por los progresos del análisis, los cuales proporcionaron al mismo tiempo la solución de ciertos detalles, muy frecuentes en el cuadro de la paranoia. El principio de la enfermedad coincidió con un disgusto entre su marido y su hermano, el cual se vio obligado a no volver a casa. La sujeto, que había querido siempre mucho a su hermano, le echó extraordinariamente de menos durante este tiempo. Además hablaba de un momento de su enfermedad en que «se lo explicó todo»; esto es, en el que llegó al convencimiento de que sus sospechas de que todos la despreciaban y la herían intencionadamente eran una realidad. Esta convicción se le impuso un día en que, hablando con su cuñada, oyó decir a ésta: «Si a mí me pasara algo semejante, no me preocuparía en modo alguno.» Al principio no paró mientes la sujeto en estas palabras; pero después de irse su cuñada le pareció que contenía un reproche, como si la hubiera querido tachar de despreocupada, y a partir de este momento tuvo por seguro que todo el mundo la criticaba. Interrogada por mí sobre el motivo que había tenido para suponer que su cuñada se refería a ella con aquellas palabras, me respondió que el tono con que las había pronunciado le había convencido de ello, si bien este convencimiento no surgió en el momento de oírlas, sino algún tiempo después, detalle característico de la paranoia. En el curso del análisis la obligué a recordar la conversación que había precedido a aquellas manifestaciones de su cuñada, resultando que esta última se había referido a los disgustos que sus hermanos habían originado en la familia, añadiendo la observación siguiente: «En toda familia pasan cosas que deben ocultarse. Pero si a mí me sucediera algo semejante, me tendría sin cuidado.» La sujeto hubo de confesarse entonces que la causa verdadera de sus ideas de persecución había sido la primera frase. «En toda familia pasan cosas que deben ocultarse.» Ahora bien habiendo reprimido esta frase, que podía despertar en ella el recuerdo de sus relaciones infantiles con su hermano, y recordando tan solo la segunda, carente de significación, tenía que enlazar a esta última la impresión de que su cuñada la hacía objeto de un reproche, y como el contenido mismo de la frase no ofrecía punto alguno de apoyo que justificase tal idea, hubo de fundamentarla en el tono con que había sido pronunciada. Hallamos aquí una prueba probablemente típica de que los errores de interpretación de la paranoia reposan sobre una represión. 

            En el curso ulterior del análisis quedó también explicada la siguiente conducta de la sujeto al hacer venir repetidamente a su hermano, alegando la necesidad de comunicarle algo para luego no cumplir tal anuncio. Según la propia enferma, obró así porque creía que sólo con verle comprendería su hermano sus padecimientos. Siendo su hermano realmente la única persona que podía saber la etiología de su enfermedad, resultaba que la sujeto había obrado a impulsos de un motivo que no comprendía desde luego conscientemente, pero que se demostraba plenamente justificada en cuanto se la adscribía un sentido inconsciente. 

            Conseguí después llevar a la sujeto a la reproducción de las diversas escenas en las que habían culminado sus relaciones sexuales con su hermano (desde los seis a los diez años). Durante esta labor de reproducción se presentó la sensación de peso en el regazo, como sucede regularmente en el análisis de restos mnémicos histéricos. La visión de un regazo femenino desnudo (pero reducido ahora a proporciones infantiles y sin los caracteres propios de la madurez sexual) acompañaba o no a la sensación de peso, según que la escena correspondiente se había desarrollado con luz o en la oscuridad. También la aversión a los alimentos halló su explicación en un detalle repugnante de estos sucesos. Después de la reproducción de toda esta serie de escenas desaparecieron la sensación de peso y las alucinaciones visuales, para no volver a surgir por lo menos hasta el día. 

            Todo esto me descubrió que las alucinaciones descritas no eran sino fragmentos del contenido de los sucesos infantiles reprimidos, o sea, síntomas del retorno de lo reprimido.

            Pasé entonces al análisis de las voces. Tratábase ante todo de aclarar por qué frases tan inocentes como las de «Ahí va Fulana», «Está buscando casa», etc., podían causar a la sujeto una impresión tan penosa, hallando luego la razón de que estas frases indiferentes hubiesen llegado a recibir una intensificación alucinatoria. Desde luego, aparecía claro que tales «voces» no podían ser recuerdos alucinatoriamente reproducidos como las imágenes y las sensaciones, sino más bien pensamientos que se habían hecho audibles. 

            La primera vez que oyó voces fue en las siguientes circunstancias: había leído con gran interés la bella narración de O. Ludwig titulada Die Heiterethei, lectura que la había sugerido infinidad de pensamientos. Inmediatamente había salido a pasear por la carretera, y al pasar ante la casita de unos labradores había oído unas voces que le decían: «Así era la casita de la Heiterethei. Mira la fuente y el matorral. ¡Qué feliz era en su pobreza!» Luego le repitieron las voces pasajes enteros de su reciente lectura, pero sin que pudiera explicar por qué la casa, el matorral y la fuente de la Heiterethei y los trozos menos importantes de toda la obra eran lo que precisamente se imponía a su atención con energía patológica. Sin embargo, no era difícil la solución del enigma. El análisis mostró que durante la lectura habían surgido en ella otros distintos pensamientos, siendo también otros pasajes de la obra los que más le habían interesado. Pero contra todo este material -analogías entre la pareja de la narración y la que ella formaba con su marido, recuerdos de intimidades de su vida conyugal y de secretos de familia-; contra todo este material, repito, se había trazado una resistencia represora pues él mismo se enlazaba por una serie de asociaciones fácilmente evidenciables a su repugnancia sexual, y así, en último término, al despertar de los antiguos sucesos infantiles. A consecuencia de esta censura ejercida por la represión recibieron los preferidos pasajes inocentes e idílicos, enlazados también con los rechazados por el contraste y la vecindad, la intensificación que les permitió hacerse audibles. La primera de las circunstancias reprimidas se refería, por ejemplo, a las críticas que la vida solitaria de la heroína de la narración inspiraba a sus vecinos. No era difícil para la paciente establecer aquí una analogía entre el personaje novelesco y su propia persona. También ella vivía en un pueblo sin tratarse casi con nadie y también se creía criticada por sus vecinos. Esta desconfianza hacia sus vecinos tenía un fundamento real. Al casarse había ido a vivir con su marido a una casa de varios pisos, instalando su alcoba en un cuarto colindante al de otros inquilinos. En los primeros días de su matrimonio -sin duda por el despertar inconsciente del recuerdo de sus relaciones infantiles en las que había jugado con su hermano a ser marido y mujer- surgió en ella un gran pudor sexual que la hacía preocuparse constantemente de que los vecinos pudieran oír alguna palabra o algún ruido a través del tabique, preocupación que acabó transformándose en desconfianza hacia los vecinos. 

            Así, pues las voces debían su génesis a la represión de pensamientos, que en el fondo constituían reproches con ocasión de un suceso análogo al trauma infantil, siendo, por tanto, síntomas del retorno de lo reprimido y al mismo tiempo consecuencia de una transacción entre la resistencia del yo y el poder de dicho retorno, transacción que en este caso había producido una deformación absoluta de los elementos correspondientes, resultando éstos irreconocibles. En otras ocasiones en que pude analizar las voces oídas por esta enferma resultaba menor la deformación, pero las palabras percibidas presentaban siempre una imprecisión muy diplomática, apareciendo profundamente escondida la alusión penosa y disfrazada la coherencia de las distintas frases por la elección de giros desacostumbrados, etc., caracteres todos comunes a las alucinaciones auditivas de los paranoicos, y en los que veo la huella de la deformación causada por la transacción. La frase «Ahí va Fulana. Está buscando casa», integraba la amenaza de que no curaría nunca, pues para someterse al tratamiento se había instalado provisionalmente en Viena, y yo le había prometido que al terminar aquél podría volver al pueblo en que residía con su marido. 

            En algunos casos percibía también la sujeto amenazas más precisas. Por lo que en general sé de los paranoicos, me inclino a suponer una paralización paulatina de la resistencia que debilita los reproches, resultando así que la defensa acaba por fracasar totalmente y que el reproche primitivo que el paciente quería ahorrarse retorna sin modificación alguna. De todos modos, no sé si se trata de un proceso constante, ni si la censura contra los reproches puede faltar desde un principio o perseverar hasta el fin. 

            Sólo me queda utilizar los datos adquiridos en el análisis de este caso de paranoia para una comparación entre tal enfermedad y la neurosis obsesiva. Tanto en una como en otra se nos muestra la represión como el nódulo del mecanismo psíquico, siendo en ambos casos lo reprimido un suceso sexual infantil. Todas las obsesiones proceden también en esta paranoia de la represión. Los síntomas de la paranoia son susceptibles de una clasificación análoga a la que llevamos a cabo con los de la neurosis obsesiva. Una parte de los síntomas -las ideas delirantes de desconfianza y persecución- procede de nuevo de la defensa primaria. En la neurosis obsesiva el reproche inicial ha sido reprimido por la formación del síntoma primario de la defensa, o sea, por la desconfianza en sí mismo. Con ello queda reconocida la justicia del reproche. En la paranoia, el reproche es reprimido por un procedimiento al que podemos dar el nombre de proyección, transfiriéndose la desconfianza sobre otras personas. 

            Otros síntomas del caso de paranoia descrito deben ser considerados como síntomas de retorno de lo reprimido, y muestran también, como los de la neurosis obsesiva, las huellas de la transacción que les ha permitido llegar a la consciencia. Así sucede con la idea de ser espiada al desnudarse y con las alucinaciones visuales, táctiles y auditivas. La idea citada entraña un contenido mnémico casi inmodificado que sólo adolece de imprecisión. El retorno de lo reprimido en imágenes visuales se acerca más bien al carácter de la histeria que al de la neurosis obsesiva, si bien la histeria acostumbra repetir sin modificación alguna sus símbolos mnémicos, mientras que la alucinación mnémica paranoica experimenta una deformación análoga a la que tiene efecto en la neurosis obsesiva. Así, en lugar de la imagen reprimida surge una análoga actual (en nuestro caso, el regazo de una mujer adulta en lugar del de una niña). En cambio, es absolutamente peculiar a la paranoia el retorno de los reproches reprimidos en forma de alucinación auditiva, para lo cual tienen tales reproches que pasar por una doble deformación. 

            El tercer grupo de los síntomas hallados en la neurosis obsesiva, o sea, el de los síntomas de la defensa secundaria, no puede existir como tal en la paranoia, puesto que los síntomas del retorno encuentran crédito sin que se alce contra ello defensa ninguna. Pero, en cambio, presenta la paranoia una tercera fuente de la formación de síntomas. Las ideas delirantes que la transacción lleva a la consciencia plantean a la labor mental del yo la tarea de hacerlas admisibles sin objeción alguna. Ahora bien: siendo por sí mismas inmodificables, tiene el yo que adaptarse a ellas, y de este modo corresponde aquí a los síntomas de la defensa secundaria propia de la neurosis obsesiva la manía de interpretación que termina en una modificación del yo. Nuestro caso era incompleto en este punto, pues en la época de su tratamiento no mostró ninguna de estas tentativas de interpretación, las cuales surgieron más tarde. Pero de todos modos, creo indudable que la aplicación del psicoanálisis a este estadio de la paranoia ha de darnos un importante resultado. Hallaremos, en efecto, que la debilidad de la memoria de los paranoicos es de carácter tendencioso, siendo motivada por la represión a cuyos fines coadyuva. Son, en efecto, reprimidos y sustituidos a posteriori aquellos recuerdos en sí no patógenos pero que se hallan en contradicción con la modificación del yo, imperiosamente exigida por los síntomas del retorno. 

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EL ALMANAQUE   PSICOLOGÍA - PSICOANÁLISIS