VOCABULARIO 2
Decía
que vocare (de donde
proceden vocablo
y vocabulario)
es llamar
(procedente del latín clamare),
que significa gritar. Y que la primera lección de lenguaje que le
damos al bebé es la de convertir su interminable declamación ma-ma-ma-ma-ma…
en llamada:
ma-ma, en clamor
en el que la intención genérica de llamar que corresponde a la pura
fonación, matizada por el tono, la modulación y el volumen, se
transfieren a una serie de secuencias fónicas cuya virtud es hacer
acudir personas o cosas distintas según sea la secuencia fónica, que
a partir de ahora funcionará de “llamador”,
es decir de vocablo.
Y
es ahí donde se produce algo mágico: el efecto
llamada
que correspondía al simple llanto (cuyo valor diferencial lo daban
las distintas intensidades y modulaciones), ha sido transferido a esa
secuencia: he aquí que cada vez que el bebé dice ma-ma, se hace
presente su madre, como si esa exacta modulación de la voz
tuviese una virtud mágica. Luego la propia madre le enseñará que si
la modulación es pa-pa, será el padre quien se presente al conjuro
de la voz. Hemos puesto ya felizmente en el bebé los cimientos del
lenguaje. Constata una vez tras otra que diciendo pa-pa se presenta su
padre, y clamando ma-ma se presenta su madre. Y claro, juega a llamar
a uno o a otro hasta llegar a cansarlos de ese juego. Afortunadamente
se va ampliando su vocabulario
(el catálogo primero de personas, y luego de cosas a las que llamar)
y se va repartiendo la carga. Pero siempre espera el milagro: que
clamando (llamando) ma-ma, se presente su madre; que clamando
(llamando, pidiendo) agua (será ba-ba o algo así), se presentará el
agua; clamando te-te o algo parecido, recuperará el chupete.
¿Qué
ha ocurrido? Pues que la capacidad de gritar (que eso es clamare)
de que nos dotó la naturaleza para atraer la atención de nuestros
semejantes y para exteriorizar ante ellos nuestras sensaciones,
sentimientos y emociones, la hemos convertido en el arte de llamar
a cada uno diferenciadamente, y de llamar
incluso a las cosas. Porque lo que empezó produciéndose en la
realidad con el auxilio de la madre, que “llamando” al agua aparecía
el agua; acabó produciéndose en nuestra mente, de manera que al
decir alguien la palabra “agua”, aparecía como por arte de magia
en su mente y en la de todos los que le escuchaban, el agua tal como
es, y al pronunciar “árbol”, aparecía el árbol. Y así
sucesivamente, tal como iba llamando
a las personas y a las cosas por su nombre, por su vocablo
(¡llamador!), así iban presentándosele en la mente.
Esa
es la ontogénesis del lenguaje, es decir la manera de nacer éste en
cada uno de nosotros: llamando
a las cosas mediante
su nombre.
A este nombre San Isidoro lo llama vocábulum,
como si dijese “llamador” (porque viene de vocare,
llamar). La filogénesis del lenguaje (su nacimiento y desarrollo en
la especie) no puede ser muy distinta. Nadie estuvo ahí para
comprobarlo, pero el proceso de formación en el individuo nos
legitima a pensar que pudo ser idéntico el desarrollo en la especie.
El análisis lingüístico nos lleva de todos modos por ese mismo
camino. El hombre empezó aprendiendo las voces
de los animales a los que quería atraer para cazarlos. Ese fue
nuestro primer vocabulario:
la reproducción de las voces de las cosas capaces de acudir por sí
mismas a su voz,
a su vocablo,
a su llamador
(esta forma tan inteligente de cazar, todavía se usa en algunos
lugares). Lo demás fueron ampliaciones y adaptaciones de este mismo
fenómeno. Pero la capacidad de asignar un vocablo (un llamador) a las
cosas, y a partir de ahí llamar a cada cosa por su nombre no se
agota, sino que tan sólo empieza, en el efecto llamada.