LAS CLAVES LÉXICAS                                                                        Mariano Arnal


EN EL PRINCIPIO FUE LA VOZ ENGAÑOSA
 

Fue el hombre cazador el que inventó el lenguaje, el que pasó de dar voces sólo para atraer o ahuyentar a sus congéneres, a producir voces muy variadas para atraer a los animales que quería cazar, o ahuyentar a los que podían cazarle. Junto con la imitación de la voz, se desarrolló la imitación del aspecto de los animales feroces para inspirar temor en las especies enemigas y en los rivales, entre los que contaban también sus congéneres. Luego aprendería a emplear esas apariencias temibles también para someterlos. 

Todavía hoy existe en Perú una tribu cuyo arte de caza de una gallinácea es: escondido el cazador en matojos, reproducir con una perfección extraordinaria el reclamo de estas aves, hasta que se acerca efectivamente el macho, y lo caza a mano. Si para cada animal se emplea su voz, su reclamo para llamarle, estamos ante un auténtico vocabulario cuya función es “llamar”, exactamente “llamar” a los animales para cazarlos. Tan eficaz es esta manera de “llamar”, que hasta podría haber sido éste el método para atraer a las especies que domesticamos, y no necesariamente el de la hembra herida o mutilada. 

Cierto es que el hombre pudo aprender a reproducir las “voces” de las cosas que quería atraer para engañar a los animales. Pero ese fue sólo el principio: empezaría “hablándoles” a los animales, sin otro propósito que engañarles. Pero el hecho es que acabó “hablándoles” a sus congéneres y engañándoles. Es que si fue así como nació la palabra, nació ya manchada con el pecado original: la palabra está por su naturaleza (por su manera de nacer) inclinada a la mentira y al engaño más que a la verdad.  

Y de hecho lo mejor de la palabra no es capaz de alcanzar por sí misma a la verdad, sino que acaba su recorrido en la verosimilitud, en la semejanza a la verdad, que tanto puede servir para acercarse a ella como para alejar de ella, para engañar. Los reclamos, que se inventaron para cazar, pasaron a ser la joya de la publicidad de todo género: la comercial, la social, la política. Vivimos en un mundo más obsesionado por las apariencias de verdad que por la misma verdad; porque eso permite mentir honorablemente. Es obvio que es más fácil engañar con mentiras que parecen verdad, que con mentiras que no ocultan lo que son. Seguramente por eso nos hablamos tanto y tanto, para engañarnos más. 

Porque la verdadera comunicación, la de los sentidos y los sentimientos no ha menester de palabras. Más aún: funciona mejor sin ellas. Y cuando se las ponemos no es en ellas donde viajan nuestras emociones, sino por encima de ellas: en su tono, en su ritmo, en su vibración, en su música… es decir fuera de su esencia, porque para lo inefable las palabras son voz, son expresión, pero no significado. 

Si ya es difícil ponernos de acuerdo sobre lo que realmente dicen o indican las palabras, ¿cómo llegaremos a saber lo que realmente quiere decir quien se sirve de ellas? Al final nos queda el consuelo de la invocación a la realidad. Los hechos son los que nos cercioran sobre la veracidad, la verosimilitud y la mentira de lo que se dice.