Un cuento de Rafa

 

PRIMER AMOR

Quizá le dolió el silencio. No esperaba un drama, pero tampoco una aceptación tan incondicional. Quizá le dolió la culpa, aunque ella, más que nadie, sabía que las cosas son como son, y sus férreos valores, su inalterable convicción, le habían permitido, hasta el momento, ser la mejor. 

Quizá la culpa fue del diálogo. Carla se enzarzaba en laberínticas discusiones con sus víctimas, con el fin de que acabasen implorándole piedad, desde la locura del miedo; le gustaba verlos de rodillas, sollozando, humillándose para ella. Les preguntaba acerca de sus vidas, desnudaba sus miedos para exhibirlos con crueldad, para convertirlos en causa justa, para justificar el sacrificio. En la Orden siempre le decían que era mejor no hablar. Un trabajo rápido, sin dudas ni titubeos. Sabía que la Sacerdotisa le tenía gran estima, a pesar de la indiferencia que parecía mostrar hacia ella. En el fondo, las dos eran iguales. 

De repente, saltó hacia él, derribándolo sin dificultad. No le hacía falta sujetarlo, porque el no opuso resistencia. Sabía de sobras que era inútil. Su cuello era cálido, fragante. Sus latidos no se aceleraron, pero parecían más intensos, profundos, infinitos. La promesa de sangre casi la hace enloquecer. Laszlo cerró los ojos y esbozó una tímida sonrisa. ¿Acaso lo estaba deseando? Carla temblaba, sus manos lánguidas, de largos dedos cristalinos, sujetaban con ternura la cabeza de Laszlo. El azul de sus ojos se tornó más pálido, hasta tomar la forma de dos lunas llenas inyectadas en sangre. Su pequeña boca perdió su habitual discreción para exhibir la brutal fiereza de sus colmillos. Dos centímetros entre la promesa de muerte y su piel. Cinco segundos de calor, de fuego, de miedo, de infinito deseo. Y cada segundo explotaba convirtiéndose en mil más y así sucesivamente, redundante eco de tiempo, tensión, más deseo. 

Mordisco. 

De carne contra carne, de humedad; blando, mullido, sincero. Un beso. Ya no hay tiempo. Y después de la eternidad, Carla se separa, deja el cuerpo en el suelo. Se aleja de espaldas a la ventana, sin dejar de mirar al indultado. Laszlo abre los ojos, se levanta pero es lo bastante prudente como para no acercarse a ella. Los dos tiemblan ahora. Es una noche sin estrellas, manchada de nubes, sin luna. Sopla algo de viento por la ventana, el pelo de Carla se revuelve. Infinita belleza en el desorden de su locura. Fracaso que es victoria. Fracaso que es fracaso. Miedo.

 De repente, Carla desaparece. Laszlo apenas si ha percibido como, en su felina huida, ha saltado por la ventana para perderse en la noche más sombría que recuerda. Desde el dolor de su alma atormentada destila una lágrima que se desliza lenta, baña sus ojos con sal, reposa un momento en su pómulo, acaricia el tobogán de sus mejillas, para acabar explotando silenciosa en el suelo. Y luego la soledad. Eterna. ¿Peor que la muerte? 

Carla vuela, lejos de la ciudad, lejos del ruido, atraviesa las montañas, busca sin éxito su reflejo en un lago, que tonta, sigue volando hasta que ya no queda horizonte. El castillo le parece particularmente frío, incluso a ella. Se retira a la más profunda de las mazmorras de las novicias, la suya. Enciende una vela, retira la sábana que recubre el espejo. No se mira, vergüenza. Se sitúa de espaldas al espejo, mirando la oscilante y tranquila danza de fuego de la vela. Se quita la capa. Se quita el vestido. Se desnuda. Se quita las botas para descubrir lo congelado que está el suelo. Lentamente gira sobre sí misma. Cierra los ojos, está frente al espejo. La princesa de la noche siente miedo por primera vez, luego pánico, luego empieza a abrir los ojos, poco a poco, con la pereza de un recién nacido. Todo es borroso, todavía. Un poco más, un poco más. Ella y el espejo, solos, frente a frente y por primera vez entre ellos, su cuerpo.

Su cuerpo desnudo de mujer.