¡ATENCIÓN!
No es lo mismo ir hacia París (en latín ad), que
ir a París (en latín in). Del que va en dirección a París (hacia),
no podemos asegurar que llegue a París, y ni siquiera que sea esa su intención.Del que
va a París (en latín in) podemos asegurar que es esa su intención,
y que salvo excepciones con las que de ordinario no se cuenta, llegará. Esa es la
diferencia que hay entre las preposiciones latinas in y ad. La
primera la traducimos por a y la tenemos reflejada en los prefijos i-, in-
y en-). La otra la traducimos por hacia y encontramos su huella en los
prefijos a-, ad- y en sus formas asimiladas. Si aplicamos esta reflexión a
las palabras atención e intención, podemos ver que a la primera le
corresponde, por su estructura léxica, ser más floja y volátil que a la segunda. Pero
si pasamos a los verbos, el resultado es más sorprendente. Tenemos por una parte atender
y por otra entender y también intentar, que lo hemos sacado del latín (in-tentare)
y es, como no podía ser menos, un frecuentativo de in-tendere: es decir que
en el intentare se produce la in-tentio, que al ser frenada una y
otra vez, se vuelve a poner en marcha repetidamente.
Primera conclusión de relevancia únicamente léxica: ahí donde
decimos ¡atención, atención!, si dijésemos ¡intención, intención!, tendríamos
derecho a que nos hiciesen más caso. Pedir atención, desde la perspectiva del valor
original de los elementos que componen la palabra, es conformarse con que aquellos a
quienes nos dirigimos orienten las antenas hacia el mensaje con alguna aproximación.
Hasta podría ocurrir que al seleccionar nuestros antepasados uno de los dos prefijos,
creyesen que pedir intención era demasiado pedir, y que si conseguían
alguna atención, se podían dar con un canto en los dientes. (El mismo
fenómeno tenemos en accidente e incidente. En español tenemos el prefijo
cambiado con respecto a los italianos.)
Aunque sea un tanto árido, conviene entrar en este tipo de
consideraciones, si queremos explorar seriamente qué es lo que dicen respecto a nuestras
facultades comunicativas e intelectivas, las palabras con que las denominamos. Pueden ser
tan sólo un dato más en el análisis del fenómeno que nos interesa estudiar, pero en
absoluto despreciable. De atender pasamos casi sin darnos cuenta a entender, de ahí a
intención, de intención a tendencia (y a intendencia, intensidad, etcétera, aunque no
nos interesen de momento). Porque muy poco sentido tiene que nos ocupemos del lenguaje, es
decir de la emisión, si no atendemos a la recepción, que por todos los indicios es el
talón de Aquiles del sistema. No está la clave de la comunicación en lo que se habla,
sino en lo que se escucha. Y lo que se escucha no está tanto en relación con lo que se
entiende, sino más bien en relación con lo que se atiende. La tendencia imparable
es atenderse a sí mismo y por tanto hallar en uno mismo las claves del entendimiento
de lo que se nos comunica. Sólo te en-tiende de verdad el otro cuando tú lo atiendes
a él y a sus cosas. Fuera de esto lo que más abunda es escuchar sin oír y mirar sin
ver. Hasta que se desconecta.