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EL DIA A DIA

DOLOR DESGARRADOR

Es imposible evadirse en el día de hoy del clima de tragedia y desolación que se ha extendido por toda España. Cada uno se ve en la piel de los padres que ayer perdieron a sus hijos, y que hubieron de emprender un viaje de tortura en busca de la temida noticia. No han viajado solos en los autocares: bastaba oír las emisoras de radio y ver los canales de televisión para darse cuenta de que han sido muchísimos miles los padres y madres que han viajado con ellos, los que han estado a su lado pasando esa negra noche. Que así de repente se te rompa la cuerda más recia de las que te tienen firmemente atado a la vida, es algo que te deja en caída libre. Es pasar de vivir en la vida a vivir en la muerte. Sin habérnoslo propuesto, nos hemos encontrado en el lugar de estos padres, sufriendo con ellos, compadeciéndolos; y un estremecimiento de horror nos ha entrado hasta los tuétanos. Es que los tenemos tan cerca… Y después de la larga tortura, a por la certeza de la muerte unos, y a la liberación de la angustia otros. Malo es este dolor: es uno de los peores tormentos para un padre y para una madre enterrar a un hijo. Y sin embargo no es más que la señal evidente de que en la otra cara de la medalla está el amor, la más grande creación del hombre, cuya manifestación más sublime está en el amor que se profesa a los hijos. No sería tan inconmensurable el dolor, que se concentra lacerante en un solo punto, si no hubiese en los hijos esa inmensa acumulación de amor; no en intensidad, no, que no son esas sus leyes, sino en la infinita sucesión de actos de amor insignificantes, que ni siquiera llevan el distintivo que los dignifica, pero que son amor vivo y de verdad. Si no acumulásemos tanto, tantísimo amor en los hijos, no lloraríamos así su pérdida. Cual fue el amor, así es el dolor. Y para que atenúe su intensidad, para evitar que quede encerrado en las entrañas de los desventurados padres y de las madres inconsolables, todas las sociedades han creado los grandes ritos de duelo público. Hay que sacar el dolor a fuera, hay que compartirlo y repartirlo; hemos de ayudar entre todos a sobrellevarlo. Por eso, porque es necesario, porque es un deber y un impulso de solidaridad para quienes han perdido a sus hijos, les acompañamos de corazón, sufrimos con ellos y lloramos con ellos. De verdad. Y esa es la mayor ayuda psicológica que le podemos ofrecer a quien está destrozado por una desgracia de la que hoy cree que ya nunca más le quedarán fuerzas para recuperarse. Antiguos remedios cuya eficacia no se ha perdido, para un mal que no tiene remedio. Esta es la manifestación, una más, del amor humano. ¿Maldeciremos el amor por ser causa de tanto dolor? Si gracias al amor hemos mejorado las relaciones en la pareja, entre padres e hijos, e incluso con los desconocidos (atiéndase a las razones que se esgrimen a favor de una ley de extranjería más humana), si el amor contribuye hasta tal punto a mejorar la calidad humana, forzoso es que aceptemos el dolor que lleva aparejado. Si no gozásemos día a día del amor de los nuestros, no nos causaría tanto dolor su pérdida. Sólo nos queda, para coronar tan gran obra, hacer cierta la eternidad del amor en la otra vida. Ni que sólo fuese para premiar a los que tanto han hecho por el amor en esta vida. Si se han ganado el cielo, no es bueno que se lo regateemos. Sólo es preciso pasar del cielo individual y familiar, que sí existe, al cielo colectivo, que hemos de construir entre todos.

EL ALMANAQUE ha optado por entrar hoy en el adjetivo intenso.