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EL DIA A DIA

EL ADJETIVO Y EL NOMBRE CALIFICATIVO

Cuando hablamos de calificaciones, entendemos muy bien lo que decimos, y para que sea más fácil calificar disponemos de una escala que ha ido pasando de verbal a numérica y viceversa, según las modas. La numérica va de uno a diez, y la verbal va del muy mal al mal; de ahí al regular, al bien y al notable; y en el límite más alto, está el excelente o sobresaliente. Pero esta tendencia a la calificación no se reduce al ámbito escolar, sino que se extiende a todos los órdenes de la vida. Es que es muy difícil hablar de las personas y en especial de sus conductas, sin calificarlas. La propia denominación implica calificación, por el simple hecho de que el nombre, por su propia naturaleza, es incapaz de cobijar en su totalidad el objeto a que se refiere, y por eso se limita a alguno de sus aspectos; y el aspecto de las cosas, la visión que de ellas tenemos, no depende sólo de cómo son, sino también de cómo las miramos. Podemos referirnos a un hombre llamándolo así, o refiriéndonos a un individuo, una persona, un tío, un tipo, un tipejo, un fulano, un elemento, un señor, un caballero... Es evidente que todos esos nombres llevan implícita una notable carga calificativa. La simple elección entre hombre y señor implica todo un juicio de valor. Si al nombrar a alguien preferimos hacerlo refiriéndonos a su actividad, también ahí podemos deslizar nuestra valoración: si nos preguntan por la actividad a que se dedica uno, y siendo catedrático digo de él que es maestro, lo más probable es que se sienta ofendido porque en vez de nombrarlo por su nivel específico, lo haya nombrado por su oficio genérico, poniéndolo en un saco en el que caben todos los que se dedican a enseñar, cuando él está en la punta de la pirámide entre los privilegiados. Si, pues, en el simple nombrar hay tanta carga calificativa, ¿qué no ha de ocurrir cuando se trata de denominarnos en razón de la conducta sexual? Ahí la diferencia esencial no está entre conducta y conducta, sino entre hombre y mujer: las mismas conductas tienen un aspecto distinto y se denominan por tanto de forma distinta, según que las practique un hombre o una mujer. Mientras es difícil encontrar un término netamente condenatorio para el hombre que es infiel a su mujer (no importa el tipo de unión), y que está dispuesto a liarse con la primera que se le presente; cuando es en cambio la mujer la que practica estas mismas conductas, lo realmente difícil es encontrar una denominación si no elogiosa, al menos neutra. Lo más suave que se dirá de ella es que es una mujer fácil. Hoy se podrá decir de ella que es muy liberal en cuestiones de sexo, con lo que modernizamos la calificación, pero no la mejoramos: sigue marcada con el estigma de la reprobación. Yendo más abajo, nos pasamos a los términos de ramera y sus variados sinónimos, que si se emplean como insulto aún son tolerables, puesto que todo insulto implica falsedad o exageración. Lo verdaderamente demoledor es cuando se emplean esas denominaciones con valor meramente descriptivo. Y no sólo eso: es que incluso el hombre que consiente que su pareja se comporte con absoluta libertad sexual (y si no lo consiente porque lo ignora, igual, por tonto) recibe denominaciones despectivas y condenatorias. En cambio cuando es el hombre el que se comporta libremente, lo único que hace es demostrar que es muy hombre. Se despacha el tema llamándole simplemente mujeriego.

EL ALMANAQUE desentraña hoy el trasfondo de la palabra mujeriego.